En cierto barrio
de la ciudad que no viene al caso nombrar, había una señora amante de imponerse
de todo lo que ocurría en la vecindad, y para lograr su perverso intento, se
ponía en la ventana desde que entraba la noche hasta altas horas de la misma.
Era una especie de argos que todo lo miraba, así es que sabía quién entraba y
quién salía, y, como se dice generalmente, sabía, también, los vivires ajenos.
Tan villana como criminal conducta, tenía a todo el barrio sublevado contra esa
perpetua atalaya que gravaba su conciencia con el horrible pecado de la
curiosidad, y que, sea dicho de paso, maldita la gracia que tiene.
Una noche, a eso
de la una o más, diviso de gran distancia venía una procesión conduciendo un féretro cuya multitud de
acompañantes todos vestidos de blanco, con ceras encendidas, cantaban los
salmos que en esos casos usa la iglesia. Al atravesar la procesión por enfrente
de la ventana de la mujer atalaya, uno de los acompañantes se acerca hacia
ella, apaga la cera que tenía encendida y con voz nasal y cavernosa, como
salida del sepulcro, le dice:
- Señora,
guárdeme en lugar bien seguro esta cera, que mañana, a esta misma hora que
regresará la procesión, vendré a recogerla, y se despidió.
La señora
recibió la cera, y para tenerla en lugar seguro la encerró en su baúl y guardó
la llave. Al otro día la señora, que era curiosa por costumbre, quiso ver la
cera que le había dejado el acompañante de la procesión, abre el baúl; y ¡oh
sorpresa!, lo que ve es la canilla de un esqueleto y no la cera. La vuelve por
un lado y luego por el otro y al fin se convence de la horrible realidad.
Ese día fue para
la señora bastante cruel, el recuerdo de la canilla no se le apartaba de la
imaginación, las ganas de comer se le quito y todo fue para ella una confusión
con la idea de que en la noche y a la misma hora, vendría a recoger la cera el
devoto acompañante. En medio de la lucha interior que tenía consigo misma unas
veces decidía no salir a la ventana para
de ese modo evadirse de la presencia de la persona que le dejó la prenda que
tanto le estaba atormentando.
Al fin decidió
no salir como tenía de costumbre, pero el espíritu no estaba tranquilo y una
voz secreta, que era la de su conciencia, le estaba diciendo, que su insensata
curiosidad le había traído el tormento que le estaba torturando. En estas y
otras consideraciones vino la noche que aumentó más su pesar. Todo para ella
era un continuo sobresalto, los latidos de su corazón eran tan fuertes que
creía que se le iba a salir por la boca, tal era lo que sufría interiormente.
Llega, por fin,
la hora y tocan la ventana. La señora, mal de su agrado, entre el temor y la
esperanza, abre temblando de miedo la puerta y advierte que los acompañantes de
la procesión ya no estaban vestidos de blanco, sino que eran esqueletos. Uno de
ellos era el que había tocado la ventana, y le dice a la atolondrada señora
siempre con voz cavernosa:
- Entrégueme la
cera que anoche le dejé.
- Aquí está
–expresó con voz desfalleciente y temblorosa.
- Este es el
brazo que perdí por su causa cuando vivía en el mundo. Por esconderme de sus
miradas nocturnas, tuve que arrojarme por un precipicio y salvar de ese modo el
honor de una persona del barrio, a costa de mi brazo primero, y después de mi
vida; porque por esa circunstancia soy ánima bendita del Purgatorio, y usted es
la causa.
Diciendo esto,
el esqueleto y toda la procesión desapareció como por encanto. La señora no
volvió a salir jamás a la ventana, arregló su vida e hizo penitencia, y fue una
fervorosa devota de las almas benditas del Purgatorio. (Por F. Ibáñez)