miércoles, 30 de mayo de 2018

NEPTUNO, PLAZA ESPAÑA

Desde niño tuve cierta predisposición a ver lo sobrenatural. Las esculturas fueron parte de ese mundo insólito y sin respuesta. Especialmente aquellas imágenes que presentaban un tamaño natural con respecto a las proporciones humanas al observarlas detenidamente, siempre ocurría lo mismo; me invadía esa inexplicable sensación de que, de un momento a otro cobrarían vida y hasta se echarían a andar como cualquier otro sujeto de carne y hueso. En mi ciudad, a diferencia de otras, nunca existieron muchas estatuas que adornaran las calles, o las plazas. Salvo contadas excepciones, la gran mayoría de imágenes de piedra o madera estaban congregadas en los templos.

Sin embargo, no es de estos sujetos inertes de las iglesias de los cuales pretendo narrar; sino, de uno en especial: Del dios Neptuno, que desde 1921 se eleva imponente por encima de la fuente de la Plaza España, en el centro de Arequipa. Viví casi toda mi niñez y adolescencia en una vieja casa de dos pisos, en plena esquina de las calles San José y Colón; ubicándose la ventana de mi habitación de frente a la imagen de mármol del dios de los mares, Neptuno y su séquito. Durante cientos de amaneceres que acompañaron los mejores años de mi juventud, pude observar concienzudamente la escultura de aquella divinidad barbada.

La escudriñé por los cuatro puntos cardinales. Desde arriba, desde abajo. Al atardecer y al amanecer. La vi en todo su esplendor y, otras veces, sucia y maloliente. Lloré cuando un indeseable mortal le arrancó una extremidad, sólo por robarle el tridente. Me maravillé cuando fue restaurado su poder, y pudo lucir nuevamente su brazo intacto, elevando su arma al cielo. Amé su belleza y perfección. Me refresqué en sus aguas al amparo de su presencia e hice una hermosa pintura que nadie nunca vio. En suma, fue parte de mi vida, de mi crecimiento; un vecino, un amigo y, casi reemplazo, a la imagen del padre que nunca conocí.

La noche que cumplí 15 años, ocurrió un acontecimiento que nunca podré olvidar; pero no por el recuerdo de mi mejor celebración de cumpleaños; sino más bien porque fue aquella noche de viernes, cuando sin poder conciliar el sueño, después de una cena más que abundante, decidí atisbar desde la ventana de mi habitación, con vista a la plaza, cuando casi un minuto después que había examinado los rincones más oscuros y olvidados del sector, me pareció que algo no estaba bien dentro del panorama; que faltaba una entidad, una presencia vital en las inmediaciones. Cuando miré al lugar donde debía alzarse la imagen imponente del dios Neptuno; sólo pude observar su ausencia, y a dos niños y un delfín de mármol, que habían quedado huérfanos de padre y protector. Quedé absorto y sólo atiné a imaginar que habían robado la estatua. Muy para mis adentros, maldije a los autores de tan horrendo crimen. Indignado, me puse a escribir en mi diario, por el resto de la noche, toda clase de afrentas contra los causantes de mi pena.

Apenas me fue posible -una hora después del amanecer-, bajé raudamente por los escalones de mi casa y me encaminé a la plaza, para ver si podía encontrarme con alguien que me contara los detalles de lo sucedido. De seguro, la gente estaría ya rodeando la fuente y hablando sobre el inefable robo. Sin embargo, grande sería mi sorpresa, cuando al llegar al lugar pude observar en lo alto, intacta e incólume, la escultura de mármol del dios Neptuno. En esos momentos no pude comprender qué había sucedido, o ¿es que habría soñado todo? Supe que ésta no era una explicación convincente; además, todo el tiempo gastado en escribir en mi diario -varias páginas-, me demostraba que no había vuelto a conciliar el sueño. ¿Sería posible que, en el escaso tiempo que había transcurrido desde mi insólito descubrimiento, hasta esas horas de la mañana, los autores del hurto se habían arrepentido del crimen cometido y habían devuelto la estatua a su lugar?

Por mucho tiempo no supe explicar ciertamente lo sucedido, y al parecer, nadie a excepción mía, había reparado en el insólito acontecimiento. Durante semanas estuve pegado a mi ventana, noche tras noche, sin poder observar nada anormal con la imagen de piedra. Finalmente, me aburrí de hacer la guardia y me dediqué a dormir sin interrupciones nocturnas. Sin embargo, unos días más tarde, fui despertado por un sonido inusual que asemejaba el rozar de dos piedras, lo que me hizo saltar de la cama como impulsado por un resorte y correr hacia mi ventana, para ver si era cierto lo que empezaba a sospechar. Una vez más, la estatua había desaparecido y, tal como había acontecido la primera vez, el evento había sucedido antes del amanecer, cuando las calles de la ciudad estaban oscuras, y cuando las viviendas de sillar parecen convertirse en casas deshabitadas.

Consulté la hora en el reloj de la sala y decidí no pegar los ojos, y esperar el regreso del dios de piedra. Mientras aguardaba junto a mi ventana, el sueño hizo presa de mí, y cuando mi madre me despertó una hora más tarde, tendido en el piso de mi habitación, lo primero que hice fue acercarme presuroso a la ventana y observar la fuente... ¡Sí, allí estaba Neptuno! Había regresado mientras yo dormía plácidamente en el suelo de madera, y al mejor estilo oriental.

Ocurrido este último acontecimiento, convine conmigo mismo, que lo más sensato sería trazar un plan que me ayudara a descubrir, de una vez por todas, qué era lo que estaba sucediendo con la escultura; así que opté por hacer tres cosas: la primera sería reducir el tiempo de vigilancia a sólo dos horas -de tres a cinco de la madrugada-, tiempo dentro del cual había desaparecido Neptuno las dos veces anteriores; la segunda medida, sería que mi presencia y observación, no fuera algo que pudiera evidenciarse; pues quizá, a esto se debiera mi fracaso en mi anterior labor de vigilancia; por último, confiarle mi secreto a mi mejor amigo, y así pedir su ayuda para que, si esto fuera posible, resolviéramos juntos el inexplicable misterio.

Cuando le confié todo a Julián, mi compañero de aventuras, él reaccionó tal y como yo lo había esperado, de forma entusiasta y hasta consiguió de la biblioteca de su abuelo un viejo libro de historias mitológicas, en donde pudimos leer los títulos que el gran dios marino había hecho suyos, a través de los tiempos: Neptuno, Señor de las aguas, Señor de las tempestades, Señor de los terremotos. Sólo faltaba pedir permiso a los padres de Julián para que le dejaran dormir las noches siguientes en mi casa, lo que no fue difícil de lograr; puesto que aparte de la gran amistad que se mantenían nuestras madres, estábamos en pleno gozo de unas largas vacaciones escolares de tres meses.

Llegada la noche esperada, y después de haber hecho guardia por cinco días seguidos, pudimos finalmente presenciar, boquiabiertos, cómo la estatua de piedra del dios Neptuno cobraba vida ante nuestros ojos, y bajaba, ayudado por su enorme tridente, desde lo alto de la fuente de la plaza; para luego desaparecer por una esquina con rumbo desconocido.

Al percatarnos de la inminente evasión, Julián y yo, sin mostrar la más leve indecisión, bajamos por las escaleras que conducían a la puerta de salida de la casa. Al llegar a la acera, corrimos lo más aprisa que nos fue posible, y bordeamos la esquina. Una vez en el lugar, divisamos todavía no muy lejos, la figura esbelta del dios Neptuno, que después de haber recorrido la totalidad de la cuadra, desierta de gente, llegaba a la intersección de las calles San José y Peral; lugar en el cual se alzaba una enorme casona de dos pisos, y en cuyo elevado ángulo, podía verse la imagen de piedra del gigante Atlas, sosteniendo el mundo. De pronto vimos detenerse al dios Neptuno, y mirar hacia lo alto de la edificación, alzando su tridente de acero en señal de desafío, mientras la representación de piedra del gigante, aún inanimada, observaba la declaratoria de guerra que el dios de los mares le hacía desde la calle.

Julián y yo, más que sorprendidos por esta inesperada escena, sólo atinamos a escondernos como mejor pudimos en algún recoveco de la cuadra, desde donde contemplamos cómo después de varios minutos de afrentas por parte del dios Neptuno, el gigante Atlas despertaba de su letargo y con indescriptible fuerza lanzaba el mundo de piedra, que cargaba a su espalda, con dirección a su declarado enemigo. Gracias al cielo y a todos los dioses del Olimpo, el enorme proyectil sobrepasó por encima de la cabeza de Neptuno y se desintegró, como si de una bola de arena se tratara, por sobre el ancho pavimento.

La respuesta del dios de los mares no se hizo esperar, y arremetió con todo su poder, lanzando su tridente por los aires, clavándose en el cuello del gigante Atlas; mientras éste se llevaba los brazos a la garganta y se contorneaba en la pared, como si de un pez arponeado se tratara; circunstancia que logró finalmente, que el tridente se desprendiera y cayera desde lo alto de la edificación a los pies de Neptuno, que con una enorme carcajada, que nos sonó sobrenatural, disfrutaba de todo lo acontecido. Una vez terminó la contienda, vimos regresar al dios, y nos escondimos lo mejor que pudimos, viéndolo pasar a unos metros al lado nuestro. Al parecer, la entidad de piedra no se percató de nuestra presencia, o quizá no le importó que hubiéramos observado la lucha. Salimos de nuestro escondite al momento que el dios dobló la esquina. Cuando llegamos a las inmediaciones de la plaza, Neptuno ya había subido a su fuente, y permanecía nuevamente como señor indiscutible del lugar; pero inanimado, sin dar mayores muestras de vida.

Aquella misma mañana del 15 de enero de 1958, ocurrió en Arequipa un devastador terremoto. Durante algo más de un minuto la tierra tembló y provocó que cayeran, entre otras cosas, la mayor parte de construcciones antiguas, torres de iglesias, junto con otros objetos y figuras; entre estas últimas, que desaparecerían para siempre, se encontraba la hoy olvidada escultura de piedra del gigante Atlas, al cual se le encontró luego del sismo, caído, destrozado en la acera, y vencido por su enemigo.

Julián me contaría un día después, que mientras ocurría el desastre natural, le pareció escuchar la carcajada del dios de los mares; aunque no podía jurar que realmente se hubiera tratado de esto, pues quizá el terrible susto vivido, a causa del movimiento telúrico, le había jugado una mala pasada. Por mi parte, yo estaba más que seguro de haber percibido un sonido sobrenatural, que fue diferente al causado por el propio sismo. Lo que sí fue claro para los dos, era que finalmente Neptuno, el dios de los mares, de las tormentas y de los terremotos, había vencido en su lucha por el dominio del vecindario.