Desde niño tuve
cierta predisposición a ver lo sobrenatural. Las esculturas fueron parte de ese
mundo insólito y sin respuesta. Especialmente aquellas imágenes que presentaban
un tamaño natural con respecto a las proporciones humanas al observarlas
detenidamente, siempre ocurría lo mismo; me invadía esa inexplicable sensación
de que, de un momento a otro cobrarían vida y hasta se echarían a andar como
cualquier otro sujeto de carne y hueso. En mi ciudad, a diferencia de otras,
nunca existieron muchas estatuas que adornaran las calles, o las plazas. Salvo
contadas excepciones, la gran mayoría de imágenes de piedra o madera estaban
congregadas en los templos.
Sin embargo, no
es de estos sujetos inertes de las iglesias de los cuales pretendo narrar;
sino, de uno en especial: Del dios Neptuno, que desde 1921 se eleva imponente
por encima de la fuente de la Plaza España, en el centro de Arequipa. Viví casi
toda mi niñez y adolescencia en una vieja casa de dos pisos, en plena esquina
de las calles San José y Colón; ubicándose la ventana de mi habitación de
frente a la imagen de mármol del dios de los mares, Neptuno y su séquito.
Durante cientos de amaneceres que acompañaron los mejores años de mi juventud,
pude observar concienzudamente la escultura de aquella divinidad barbada.
La escudriñé por
los cuatro puntos cardinales. Desde arriba, desde abajo. Al atardecer y al
amanecer. La vi en todo su esplendor y, otras veces, sucia y maloliente. Lloré
cuando un indeseable mortal le arrancó una extremidad, sólo por robarle el
tridente. Me maravillé cuando fue restaurado su poder, y pudo lucir nuevamente
su brazo intacto, elevando su arma al cielo. Amé su belleza y perfección. Me
refresqué en sus aguas al amparo de su presencia e hice una hermosa pintura que
nadie nunca vio. En suma, fue parte de mi vida, de mi crecimiento; un vecino,
un amigo y, casi reemplazo, a la imagen del padre que nunca conocí.
La noche que
cumplí 15 años, ocurrió un acontecimiento que nunca podré olvidar; pero no por
el recuerdo de mi mejor celebración de cumpleaños; sino más bien porque fue
aquella noche de viernes, cuando sin poder conciliar el sueño, después de una
cena más que abundante, decidí atisbar desde la ventana de mi habitación, con
vista a la plaza, cuando casi un minuto después que había examinado los
rincones más oscuros y olvidados del sector, me pareció que algo no estaba bien
dentro del panorama; que faltaba una entidad, una presencia vital en las
inmediaciones. Cuando miré al lugar donde debía alzarse la imagen imponente del
dios Neptuno; sólo pude observar su ausencia, y a dos niños y un delfín de
mármol, que habían quedado huérfanos de padre y protector. Quedé absorto y sólo
atiné a imaginar que habían robado la estatua. Muy para mis adentros, maldije a
los autores de tan horrendo crimen. Indignado, me puse a escribir en mi diario,
por el resto de la noche, toda clase de afrentas contra los causantes de mi
pena.
Apenas me fue
posible -una hora después del amanecer-, bajé raudamente por los escalones de
mi casa y me encaminé a la plaza, para ver si podía encontrarme con alguien que
me contara los detalles de lo sucedido. De seguro, la gente estaría ya rodeando
la fuente y hablando sobre el inefable robo. Sin embargo, grande sería mi
sorpresa, cuando al llegar al lugar pude observar en lo alto, intacta e
incólume, la escultura de mármol del dios Neptuno. En esos momentos no pude
comprender qué había sucedido, o ¿es que habría soñado todo? Supe que ésta no
era una explicación convincente; además, todo el tiempo gastado en escribir en
mi diario -varias páginas-, me demostraba que no había vuelto a conciliar el
sueño. ¿Sería posible que, en el escaso tiempo que había transcurrido desde mi
insólito descubrimiento, hasta esas horas de la mañana, los autores del hurto
se habían arrepentido del crimen cometido y habían devuelto la estatua a su
lugar?
Por mucho tiempo
no supe explicar ciertamente lo sucedido, y al parecer, nadie a excepción mía,
había reparado en el insólito acontecimiento. Durante semanas estuve pegado a
mi ventana, noche tras noche, sin poder observar nada anormal con la imagen de
piedra. Finalmente, me aburrí de hacer la guardia y me dediqué a dormir sin
interrupciones nocturnas. Sin embargo, unos días más tarde, fui despertado por
un sonido inusual que asemejaba el rozar de dos piedras, lo que me hizo saltar
de la cama como impulsado por un resorte y correr hacia mi ventana, para ver si
era cierto lo que empezaba a sospechar. Una vez más, la estatua había
desaparecido y, tal como había acontecido la primera vez, el evento había
sucedido antes del amanecer, cuando las calles de la ciudad estaban oscuras, y
cuando las viviendas de sillar parecen convertirse en casas deshabitadas.
Consulté la hora
en el reloj de la sala y decidí no pegar los ojos, y esperar el regreso del
dios de piedra. Mientras aguardaba junto a mi ventana, el sueño hizo presa de
mí, y cuando mi madre me despertó una hora más tarde, tendido en el piso de mi
habitación, lo primero que hice fue acercarme presuroso a la ventana y observar
la fuente... ¡Sí, allí estaba Neptuno! Había regresado mientras yo dormía
plácidamente en el suelo de madera, y al mejor estilo oriental.
Ocurrido este
último acontecimiento, convine conmigo mismo, que lo más sensato sería trazar
un plan que me ayudara a descubrir, de una vez por todas, qué era lo que estaba
sucediendo con la escultura; así que opté por hacer tres cosas: la primera
sería reducir el tiempo de vigilancia a sólo dos horas -de tres a cinco de la
madrugada-, tiempo dentro del cual había desaparecido Neptuno las dos veces
anteriores; la segunda medida, sería que mi presencia y observación, no fuera
algo que pudiera evidenciarse; pues quizá, a esto se debiera mi fracaso en mi
anterior labor de vigilancia; por último, confiarle mi secreto a mi mejor
amigo, y así pedir su ayuda para que, si esto fuera posible, resolviéramos juntos
el inexplicable misterio.
Cuando le confié
todo a Julián, mi compañero de aventuras, él reaccionó tal y como yo lo había
esperado, de forma entusiasta y hasta consiguió de la biblioteca de su abuelo
un viejo libro de historias mitológicas, en donde pudimos leer los títulos que
el gran dios marino había hecho suyos, a través de los tiempos: Neptuno, Señor
de las aguas, Señor de las tempestades, Señor de los terremotos. Sólo faltaba
pedir permiso a los padres de Julián para que le dejaran dormir las noches
siguientes en mi casa, lo que no fue difícil de lograr; puesto que aparte de la
gran amistad que se mantenían nuestras madres, estábamos en pleno gozo de unas
largas vacaciones escolares de tres meses.
Llegada la noche
esperada, y después de haber hecho guardia por cinco días seguidos, pudimos
finalmente presenciar, boquiabiertos, cómo la estatua de piedra del dios
Neptuno cobraba vida ante nuestros ojos, y bajaba, ayudado por su enorme
tridente, desde lo alto de la fuente de la plaza; para luego desaparecer por
una esquina con rumbo desconocido.
Al percatarnos
de la inminente evasión, Julián y yo, sin mostrar la más leve indecisión,
bajamos por las escaleras que conducían a la puerta de salida de la casa. Al
llegar a la acera, corrimos lo más aprisa que nos fue posible, y bordeamos la
esquina. Una vez en el lugar, divisamos todavía no muy lejos, la figura esbelta
del dios Neptuno, que después de haber recorrido la totalidad de la cuadra,
desierta de gente, llegaba a la intersección de las calles San José y Peral;
lugar en el cual se alzaba una enorme casona de dos pisos, y en cuyo elevado
ángulo, podía verse la imagen de piedra del gigante Atlas, sosteniendo el
mundo. De pronto vimos detenerse al dios Neptuno, y mirar hacia lo alto de la
edificación, alzando su tridente de acero en señal de desafío, mientras la
representación de piedra del gigante, aún inanimada, observaba la declaratoria
de guerra que el dios de los mares le hacía desde la calle.
Julián y yo, más
que sorprendidos por esta inesperada escena, sólo atinamos a escondernos como
mejor pudimos en algún recoveco de la cuadra, desde donde contemplamos cómo
después de varios minutos de afrentas por parte del dios Neptuno, el gigante
Atlas despertaba de su letargo y con indescriptible fuerza lanzaba el mundo de
piedra, que cargaba a su espalda, con dirección a su declarado enemigo. Gracias
al cielo y a todos los dioses del Olimpo, el enorme proyectil sobrepasó por
encima de la cabeza de Neptuno y se desintegró, como si de una bola de arena se
tratara, por sobre el ancho pavimento.
La respuesta del
dios de los mares no se hizo esperar, y arremetió con todo su poder, lanzando
su tridente por los aires, clavándose en el cuello del gigante Atlas; mientras
éste se llevaba los brazos a la garganta y se contorneaba en la pared, como si
de un pez arponeado se tratara; circunstancia que logró finalmente, que el
tridente se desprendiera y cayera desde lo alto de la edificación a los pies de
Neptuno, que con una enorme carcajada, que nos sonó sobrenatural, disfrutaba de
todo lo acontecido. Una vez terminó la contienda, vimos regresar al dios, y nos
escondimos lo mejor que pudimos, viéndolo pasar a unos metros al lado nuestro.
Al parecer, la entidad de piedra no se percató de nuestra presencia, o quizá no
le importó que hubiéramos observado la lucha. Salimos de nuestro escondite al
momento que el dios dobló la esquina. Cuando llegamos a las inmediaciones de la
plaza, Neptuno ya había subido a su fuente, y permanecía nuevamente como señor
indiscutible del lugar; pero inanimado, sin dar mayores muestras de vida.
Aquella misma
mañana del 15 de enero de 1958, ocurrió en Arequipa un devastador terremoto.
Durante algo más de un minuto la tierra tembló y provocó que cayeran, entre
otras cosas, la mayor parte de construcciones antiguas, torres de iglesias,
junto con otros objetos y figuras; entre estas últimas, que desaparecerían para
siempre, se encontraba la hoy olvidada escultura de piedra del gigante Atlas,
al cual se le encontró luego del sismo, caído, destrozado en la acera, y
vencido por su enemigo.
Julián me
contaría un día después, que mientras ocurría el desastre natural, le pareció
escuchar la carcajada del dios de los mares; aunque no podía jurar que
realmente se hubiera tratado de esto, pues quizá el terrible susto vivido, a
causa del movimiento telúrico, le había jugado una mala pasada. Por mi parte,
yo estaba más que seguro de haber percibido un sonido sobrenatural, que fue
diferente al causado por el propio sismo. Lo que sí fue claro para los dos, era
que finalmente Neptuno, el dios de los mares, de las tormentas y de los
terremotos, había vencido en su lucha por el dominio del vecindario.