No pretendo que alguien crea mi
historia; lo más que puedo decir, es que me ocurrió un día como hoy, hace
cuarenta años. Me llamo Rodolfo N.; nombre con el cual me bautizaron en memoria
de mi abuelo paterno, de quien se dice soy su viva imagen. Nunca conocí a mi
abuelo, pues el mismo día que yo nacía, él abandonaba esta vida; y reitero,
esta vida, pues como me lo contaba mi padre, el suyo, era un hombre que creía
fielmente en aquello inexplicable, llamado reencarnación. Sus últimas palabras
al morir, fueron: Recibí la invitación un día lunes, y por más que me esforcé en
recordar cuál era la familia:
Carpio Paz Soldán; residentes en
la calle El Roble, Cayma -según decía el remitente de la tarjeta que tenía en
mis manos-, finalmente renuncié a resolver el enigma, y después de colocar la
fina invitación en una mesa del recibidor de mi casa, decidí olvidar el asunto
y continuar leyendo dentro de la calidez de mi biblioteca, una deliciosa novela
de misterio.
Pasada una semana y en una
ocasión en la que hurgaba nuevamente mis libros, para saber cuál sería el
siguiente relato a degustar con avidez, me encontré, por segunda vez, con la
tarjeta de invitación; alguien de la casa la había metido dentro de una
olvidada novela de Flora Tristán. La tomé y releí el contenido; entonces me
percaté que la fecha de celebración de la misma, era para el día siguiente. No
teniendo mayores cosas que hacer al otro día fue que decidí acudir a la fiesta
de carnaval.
Al llegar aquella noche, a la
cercanía de la propiedad en cuestión, lo primero que capturó mi atención fue el
enorme y frondoso roble, que daba su nombre a las inmediaciones; sería un árbol
de no menos de 200 años de edad. Una vez ubicada la dirección que se consignaba
en la tarjeta, me acerqué a la puerta de una gran casona colonial -luego de
haber alquilado el mejor disfraz de arlequín que pude encontrar-, y toqué la
manecilla dorada del portón. Del otro lado de la puerta, se dejaba escuchar un
vivaz ambiente de voces y melodiosos sonidos -muy nuestros y añejos-, que
llamaron mi atención, y en una época en la cual, una buena parte de las
celebraciones parecen dedicadas sólo al gusto de los extranjeros llegados de
París.
Al abrirse el amplio portón, alguien
que parecía conocerme me recibió, y digo alguien, pues con el gracioso antifaz
dorado que llevaba puesto, junto con el largo vestido de seda y encaje que
ostentaba, no llegué reconocer de qué bella dama se trataba. Me hizo pasar por
un recibidor que daba acceso a un amplio salón, maravillosamente decorado con
finas cortinas color de vino, y altas y enmarañadas candilejas, cuyo fulgor
daba un ambiente antiguo e irreal al lugar; pero a la vez agradable. Dentro de
la desmesurada y bulliciosa habitación, se congregaban un centenar de personas,
ataviadas con los más inverosímiles disfraces; aunque puedo afirmar que el
gusto general había optado por las representaciones de origen europeo.
Una vez llegamos al medio de la
gran sala, la dama que me acompañaba soltó mi brazo, y me presentó ante un
nutrido grupo de invitados, vestidos con trajes de las más variadas épocas y
lugares; sin embargo, después de varios minutos de intrascendente plática con
Luis XV, Napoleón y otros personajes, por más que hice el intento, igualmente
no pude reconocer la identidad de ninguno de los congregados; no atiné sino, a
pensar que se me había invitado por error; no obstante, la fina y elegante dama
que me había recibido al llegar y que ahora me observaba con una hermosa sonrisa
dibujada en los labios, había mostrado conocerme de muchos años.
En esos momentos, un hombre alto
y desapacible, cubierto el rostro con una máscara veneciana, se acercó a la
bella joven y le dijo algo que le hizo cambiar súbitamente de expresión; luego la
pareja se apartó de la multitud, y se dirigieron a un mirador interior de la
casa. Durante media hora no les volví a ver por ninguna parte. Dediqué entonces
mi tiempo a confraternizar y, por supuesto, a danzar un delicioso valse.
Asimismo, fui invitado a ejecutar al piano, una melodía clásica que me enseñara
mi padre, y que agradó a todos.
De súbito, cuando la reunión
llegaba al clímax de la diversión, el hombre de la máscara veneciana apareció
nuevamente y, con total mala educación, se hizo paso a empujones entre la gente
que bailaba dentro del salón; finalmente se aproximó donde yo me encontraba
sentado, y quedó quieto; desafiante, frente a mí. Los ojos que se contemplaban
detrás de la fría máscara, eran tan intimidantes, que hubieran hecho pensar a cualquiera
que del otro lado de aquel rostro de cartón, no había un hombre, sino un
demonio disfrazado. En su mirada se notaba un odio sobrenatural que no alcancé
a imaginar a qué se debía; sólo atiné a seguir adelante con las notas
musicales, tratando de ignorar lo más que pude al personaje. Por último dio
media vuelta y se alejó con dirección a la puerta de salida. Ya no lo volvería
a ver.
Pasados unos minutos, la
interpretación musical terminó y la algarabía de los congregados alrededor del
piano, así como de la generalidad de los danzantes, se evidenció en un crisol
de aclamaciones y aplausos. Se me pidió una segunda ejecución, la cual
amablemente rechacé; pues había quedado muy perturbado por lo acontecido
minutos antes; además, estaba sinceramente preocupado por el bienestar de la
bella dama del antifaz que aún permanecía en el interior de la casa. Me
aproximé, muy disimuladamente, hacia el pequeño ambiente que separaba el salón
del mirador interior y desde allí reconocí, de espaldas hacia mí, a la dama que
buscaba; permanecía sola, y por sus actitudes pensé estaría llorando; no me
equivoqué, al volverse de lado, noté que se llevaba un pañuelo blanco al
rostro.
Me acerqué a una distancia
prudente de ella y le hablé. Se sobresaltó y la noté avergonzada por el hecho
de haber sido descubierta en aquella situación. Perdóneme -le dije-, no quise
molestarla, si desea puedo retirarme; he hice el ademán de salir. Ella me
detuvo me llamó por mi nombre: Rodolfo, y presurosamente me pidió le
acompañara. Hice lo solicitado y pude finalmente contemplar su rostro en todo
su esplendor. Se trataba de una mujer hermosa: tez ligeramente canela, pelo y
ojos oscuros y un ángel que hubiera cautivado al más distraído. Nunca la había
visto antes; aunque debo confesar que había en ella un aire familiar que no pude
explicar.
Le pregunté si todo estaba bien y
le conté la desagradable escena suscitada en el salón y sobre el hombre de la
máscara veneciana. Ella me respondió que se hallaba bien; aunque apenada. Quise
saber cuál era el motivo; me respondió que el hombre de la máscara era su
prometido, se casarían en dos meses; sin embargo, esto ya no sería posible,
habían terminado su relación hacía unos minutos. Le pregunté por el motivo de
la ruptura, y ella se disculpó por no poderme contestar. Le dije que no se
apenara, que seguramente todo se arreglaría con su novio, y que la gente
estaría preguntándose por ella en el salón.
Le propuse bailar una pieza y
ella se excusó; me pidió que permaneciéramos en el mirador, contemplando la
profundidad de la noche. Pasaron unos cuantos minutos y pareció ir olvidando
poco a poco su pena; y hasta conseguí que esbozara una pequeña sonrisa.
Finalmente, tomó su antifaz dorado y me pidió lo conservara conmigo; que lo
guardara como recuerdo de esa noche y por la amistad que siempre nos había unido.
No creí comprender de qué antigua amistad me hablaba; pero no insistí en el
tema. De pronto, me gratificó con una caricia en el rostro y me dijo que se
retiraría a descansar, que agradecía mis palabras de aliento; y que esperaba
nos volviéramos a reunir en otra oportunidad. Le dije que así sería; que era
una promesa y después de besar su delicada mano, la contemplé ascender por unos
largos escalones. Fue la última vez que la vería.
Al regresar al salón, observé que
los ánimos de los danzantes habían decaído en extremo y me apresuré a
despedirme; sin embargo, reparé que no sabía cuál era el nombre de la dama del
antifaz dorado; no me había atrevido a preguntárselo, por temor a que se diera
cuenta que yo no la había reconocido. Indagué, y no fue difícil averiguar su
nombre: Mónica -me respondieron-, la hija mayor del coronel Carpio Gamio...
Al despertar, lo primero que
observaron mis ojos fue el intenso brillo del antifaz dorado; estaba colgado en
una ventana de mi habitación. Recordé a quien pertenecía: a Mónica, y me
invadió un incontrolable deseo de volverla a ver; de tomarla en mis brazos y
confesarle que estaba enamorado de ella. Me alisté y vestí tan rápido como la
circunstancia me lo permitió. Guardé el antifaz en mi bolsillo y salí de mi
habitación resuelto, sin prestar atención a lo que preguntaban mis familiares;
sin dar mayor explicación de a dónde me dirigía. Subí en mi brioso corcel, y no
dejé de cabalgar hasta arribar a las inmediaciones de la casa.
Al llegar reconocí el viejo roble
que precedía la propiedad y, unos metros más allá, la enorme casona de portón
robusto. No obstante, y a pesar de encontrarme a esa hora de la mañana -pasada
las siete-, no alcancé a reconocer la construcción colonial. La fachada de la
casa se alzaba delante de mí, pero no guardaba la fisonomía de aquella que
había visitado la noche anterior; inexplicablemente, parecía haber envejecido
cien años. ¿Cómo era esto posible? Bajé del caballo y golpeé lo más fuerte que
pude contra el viejo portón; pasados unos minutos, alguien desconocido me abrió
la puerta. Se trataba de un hombre de tez apergaminada, que me preguntó qué
deseaba, y que por su marcada expresión de asombro, pensé seguramente había
notado mi evidente desconcierto. Yo le respondí, que buscaba a la hija del
coronel Carpio Gamio. El anciano, después de escucharme, pareció quedar casi
tan desconcertado como lo estaba yo en esos momentos; salió del interior de la
propiedad, y dejó la puerta junta. Se sentó en una fría piedra de granito, y
comenzó a relatar una historia sorprendente, y diría yo, hasta espeluznante:
Esta fue alguna vez la propiedad
del coronel, cuya hija usted busca -me dijo-, sin embargo, debo decirle que
toda la familia murió en un incendio. Eso no es posible; usted debe estar
confundiéndose -aseveré-, apenas si estuve aquí anoche. No confundo nada -me
respondió el anciano, mirándome fijamente a los ojos-, déjeme que le cuente lo
sucedido. Según todos sabían, fue el prometido de la hija del coronel, quien en
un acto de locura; motivado por los celos a un joven desconocido, incendió la
casa, la noche de celebración de carnaval; con todo e invitados dentro; fue
algo terrible. Esto ocurrió hace cuarenta años atrás. Después del trágico
suceso la propiedad fue vendida por un pariente lejano, al teniente alcalde del
distrito, quien respetando sus muros y linderos -que fue lo único que quedó en
pie-, la convirtió en lugar de descanso, lo que es hasta hoy. Yo soy el
vigilante de este cementerio.
Después de escuchar esta macabra
versión, quedé paralizado, y sólo atiné a empujar la desencajada puerta y
penetrar al interior, para comprobar por mí mismo lo absurdo o no, de aquella
descabellada historia. Una vez dentro verifiqué, horrorizado, que cuanto se me
había dicho, debía ser cierto; aquella extensión yerta, que alguna vez fue un
enorme y festivo salón, ahora estaba poblada sólo de lápidas silenciosas y
criptas profanadas. Eché a llorar y no pude entender qué era lo que en realidad
había sucedido. Llegué a pensar que la fiesta a la cual había sido invitado era
fruto de un mal sueño; una pesadilla. Recordé el antifaz que me había entregado
Mónica al despedirse, y metí la mano en el bolsillo.
Lo que saqué de éste, fue un
trozo de cartón quemado, que no era otro sino, el de la máscara veneciana. Lo
solté de mis manos espantado, y en mi conmoción creí ver a unos metros de
distancia, un objeto reluciente que me pareció reconocer. El anciano me observaba
callado, pasivo; como si la situación no le fuera, después de todo, extraña. Le
pregunté si la familia había sido enterrada en aquel lugar. Me respondió que
si, que todos descansaban dentro del cementerio. Me aproximé hacia aquel objeto
que parecía atraerme con una magia desconocida. Al llegar, descubrí colgado
sobre una antigua lápida, el dorado y reluciente antifaz de mi amada. Observé
la inscripción que estaba labrada sobre la borrosa lápida de mármol, y pude
leer con dolor: Mónica Carpio Paz Soldán. 1848 - 1866.
Comprendí entonces que ni la
muerte ni el tiempo mismo, habían podido vencer la fuerza del amor de Mónica
por mi abuelo, y que lo que había dicho éste, antes de morir -que regresaría
nuevamente a la vida en su próximo nieto-, se había convertido en realidad.
(Por Pablo Nicoli)