Una leyenda nos
cuenta sobre una muchacha condenada, que después de tres días de haber sido
sepultada en el cementerio, inició su espantosa labor de mostrar, de vez en
vez, una de sus pálidas manos por sobre la tierra, como si quisiera agarrar o
asirse de algo o de alguien. Fue en ese afán, que el sepulturero del lugar se
percató, no sin llevarse menudo susto primero, del inusual acontecimiento. y
fue a dar aviso al señor cura del pueblo, para que éste pusiera fin o santo
remedio a tal género de situaciones de ultratumba. Cuando el curita, al ir al
cementerio confirmó el suceso, sin quererlo fue víctima de la mano que se cogió
fuertemente de uno de sus pies.
Lo que lo llevó,
desesperadamente, a defenderse de los terribles jalones y arañazos de la
condenada; esto gracias a la ayuda de un látigo que había tenido a bien llevar.
Una vez resuelto el impase, no tuvo mejor idea que acercarse a casa de la madre
de la muchacha, y preguntarle cómo había sido la muerta en vida. Al saber el
cura sobre los acostumbrados maltratos, que durante dieciocho años tuvo por
costumbre recibir la madre, resolvió con el consiguiente permiso de los
familiares, desenterrar el cuerpo de la condenada, esto con ayuda del
sepulturero, y volverlo a meter en la fosa; pero esta vez boca abajo, para que
no molestara, mas sólo a las alamas del infierno.