Terminábamos de jugar una partida
de ajedrez, cuando le pedí a mi compañero que me narrara aquella historia que
el tiempo amenazaba convertir en leyenda y que un familiar muy cercano
-sacerdote de la iglesia católica de Arequipa-, le había contado
confidencialmente a su familia. Se trataba de un acontecimiento sorprendente,
ocurrido 30 años atrás, o quizás fueran 40, no era importante determinar la
fecha exacta; lo que sí transcendía era el hecho y los eventos de la historia
misma. Todo pasó -nos dijo Gonzalo; pues un nuevo amigo de largas aventuras y
otro tanto de anécdotas, había llegado y escuchaba atentamente.
En una ocasión en la cual unos
obreros contratados por el diácono de la Catedral, cambiaban las viejas lozas
del piso adyacente al hermoso púlpito de madera -en donde puede verse aún hoy
la talla e imagen impresionante del demonio que es aplastado por una columna-,
cuando uno de ellos se percató de un profundo agujero que apareció, en medio de
la labor encomendada, entre el piso y el púlpito mismo.
Inmediatamente fue avisado del
inesperado hallazgo el sacerdote del templo, quien sin mucho esperar detuvo la
obra, despidió a los obreros -no sin antes darles una suculenta paga por su
trabajo y su silencio-, y mandó disimular todo vestigio de la presencia de un
subterráneo en esa parte de la iglesia. Ahora bien -prosiguió nuestro
interlocutor, a la par que encendía parsimoniosamente un cigarrillo-, nadie más
del clero fue informado del asunto; sólo compartían el secreto dos miembros de
la iglesia mayor, un historiador y un miembro destacado del orden ciudadano.
Una vez fueron reunidas estas
cuatro personas -quienes guardaban una fraternal amistad desde la infancia-, se
decidió a adquirir el material y herramientas necesarias para penetrar en el
subsuelo e investigar qué secreto guardaba este ignorado lugar. Antes de
ocurrida la exploración, se hicieron infinidad de conjeturas sobre lo que podía
esperarse hallar. Alguno opinó: "un tesoro escondido desde la época de la
conquista". Otro menos material dijo: "un vestigio cultural y
artístico". Y otro poco imaginativo agregó: "solamente un sótano,
oscuro y probablemente vacío". No obstante y al parecer, cada opinión
vertida sobre el tema que los congregaba distaba en mucho de lo que realmente
encontrarían, más adelante, en el subsuelo. Fue elegida la noche del viernes,
anterior a la semana santa, para dar inicio a la esperada exploración. De los
cuatro socios, fueron elegidos tres de ellos para descender desde el agujero
que, previamente, había sido ensanchado lo suficiente como para que por éste
ingresaran con facilidad los integrantes de la empresa. Sólo el sacerdote de la
Catedral decidió quedarse en el exterior aguardando el regreso; puesto que,
seguramente, tal labor alcanzaría un grado de dificultad física más allá de lo
que estaba dispuesto a gastar a los 66 años de edad.
Sin embargo, la anhelada
exploración terminaría pronto en fatalidad; puesto que, unas horas más tarde,
sólo retornarían dos de los expedicionarios; uno de los cuales había perdido
totalmente la razón, mientras el otro se negaba a hablar sobre lo encontrado
bajo la Catedral; pues según decía había realizado un juramento a Dios de que
si le permitía salir ileso de tan horrible lugar, nunca contaría a nadie lo que
había vivido.
Claro está que este tipo de
historia y con el discurrir del tiempo, probablemente haya sido aumentada y
corregida en todo o en parte; lo que no le resta emoción y cierto aire de
romanticismo macabro, si es que me permiten el término -concluyó de narrar
Gonzalo, mientras Max y yo nos mirábamos con algo de incredulidad-. No
obstante, confirmé que en alguna ocasión, cuando adolescente y después de haber
asistido al oficio religioso, me acerqué, curiosamente, por detrás del demonio
alado que forma parte del púlpito de la Catedral y observé con sorpresa que lo
que yo había considerado por años como una puerta falsa -que guardaba la zona
central del púlpito-, realmente no era tal; pues podía notarse dicha entrada,
en esos momentos, semi abierta y por detrás de ésta, dejábase ver el acceso a
un sótano, semi tapado por un tablón de madera.
No fue difícil entonces, que los
tres amigos de historias macabras y aventuras disparatadas, nos
comprometiéramos y fijáramos una fecha y hora para lograr la hazaña de nuestras
vidas: la de escondernos dentro de la Catedral y después de burlar la escasa vigilancia
del recinto, lograr ingresar por el mítico subterráneo que allí debía
existir... Cuando estuvimos, aquella noche de viernes, frente al personaje
tallado del púlpito, uno de los tres integrantes del grupo dijo algo que nos
pondría los pelos de punta, aunque más bien se tratara de una broma de mal
gusto. Opinó que aquel demonio alado que teníamos enfrente, podría haber sido
puesto allí como una advertencia de lo que se ocultaba debajo de aquel acceso
de entrada al subterráneo de la catedral.
Cuando el primero de nosotros
posó sus pies en el pedregoso subsuelo, gracias a la ayuda de una resistente
soga de cuatro metros, no pudo observar nada a su alrededor. La pequeña
linterna no era lo suficientemente conveniente para vencer la tremenda
oscuridad que se posesionaba del subterráneo. Fue necesaria la asistencia de
otras dos luces eléctricas para lograr contemplar un granítico habitáculo de
forma circular y un ambiente frígido y nauseabundo que el paso del tiempo había
casi envenenado. Era claro sobre la necesidad de utilizar, cuando fuera
indispensable, el oxígeno que habíamos tenido a bien traer; si bien sólo se
tratara de un pequeño balón que de seguro habría que compartir entre los tres
miembros del grupo.
Una vez dimos unos cuantos pasos
dentro de aquella primera habitación redescubierta por nosotros, pudimos
contemplar, no sin una fuerte impresión para todos, que lo que habíamos tomado
como un terreno pedregoso no era sino una interminable alfombra de huesos
humanos de todas las formas y tamaños; además de otras tantas alimañas e
insectos repugnantes. Al parecer -y según la opinión de Max: estudiante de
arqueología-, nos encontrábamos sobre un viejo cementerio pre-inca cuya
ubicación se remontaría en mucho a los inicios de la edificación de la primera
catedral, cuatro siglos antes. Dos interminables galerías que se alejaban de
nosotros lo suficiente como para no poder determinar sus dimensiones, podían
verse desaparecer en los ignorados confines.
Notábanse también a ambos lados
del frío corredor de piedra, que finalmente decidiríamos explorar, alguna que
otra entrada, horadada en la roca misma que parecían conducir a otras galerías
menores que tomaban los más disparatados caminos. Llegamos a contar, desde el
punto de referencia en el cual nos encontrábamos, hasta siete corredores que
parecían convertir el lugar en un verdadero laberinto de túneles. Al momento,
Gonzalo pareció descubrir un nuevo hallazgo a un lado del corredor central, que
habíamos decidido seguir; y un minuto más tarde, descendíamos por una
desencajada escalinata que nos conducía a una habitación que se hallaba unos
cinco metros por debajo del nivel anterior, y que al parecer, había sido
utilizado para enterrar a clérigos y sacerdotes de la iglesia a través de tres
siglos; puesto que descubrimos no menos de 600 criptas, convenientemente
dispuestas en las paredes, con referencia de fechas que a nuestro paso iban
decreciendo en el tiempo; pudiendo leer lápidas con nombres de personajes
muertos desde 1696 para atrás. Media hora más tarde y después de haber
explorado a cabalidad el enorme mausoleo subterráneo -donde no sólo encontramos
muerte, sino también enormes ratas de notables proporciones-, acordamos
profanar una de las tantas criptas y ver si alguno de los cadáveres guardaba
consigo algún implemento valioso o quizás parte de su fortuna enterrada con él.
Elegimos al azar una tumba de 1632 que notamos algo mejor ornada que las otras
que la rodeaban, para lo que nos hicimos con la ayuda de las herramientas que
habíamos traído con nosotros.
Finalmente después de mucho
cincelar la piedra, tendríamos a la vista, la primera de tres tumbas que esa
noche abriríamos. Dentro de la primera hallaríamos los huesos casi intactos de
un clérigo católico; y junto a él, tres tipos diferentes de copas de oro o
cáliz, además de joyas religiosas en oro y plata -crucifijos, cadenas, etc.-, y
un magnífico anillo con un diamante incrustado. Realmente las valiosas prendas
encontradas eran mucho más de lo que habíamos pensado obtener por nuestra
aventura y suponíamos que al menos una cuantas docenas de tumbas más, podían
contener estos y otros más increíbles tesoros. Despojamos al clérigo de sus
joyas; aunque de mutuo acuerdo decidimos dejar uno de los tres cáliz junto a
éste. Hasta esos momentos todo había parecido tan fácil de lograr que no
terminaba una broma hecha, que empezaba otra y no nos percatábamos del intenso
ruido que estábamos causando en la entrada al infierno.
Tratando de elegir la segunda
cripta que profanaríamos fue que uno de mis compañeros se percató de un hecho
insólito y curioso. Algunas de las tumbas más antiguas del siglo XVI, parecían
contener los restos, no sólo de clérigos de la iglesia, sino la de personajes
españoles, nombrados, en castellano antiguo como: "Caballeros y
conquistadores de las tierras nuevas". Lo insólito se sucedió cuando
pudimos leer en una de estas lápidas el nombre del fundador de la ciudad: Don
Garcí Manuel de Carbajal, año del Señor de 1575. Quedamos todos sorprendidos y
no hubo que esperar mucho para ver el contenido de aquella cripta. No
encontramos como en el primer caso un hermoso cofre o cajón de madera,
finamente tallado, sino una tabla, encima de la cual se acostaba un enmohecido
y pesado traje metálico, con guantes, espada, yelmo y penacho; y una blanca
calavera en su interior. Estábamos fascinados pues habíamos logrado un enorme
descubrimiento histórico para la ciudad, que de seguro, cuando se hiciera
pública parte de nuestra aventura, habría de reconocer nuestro valioso
hallazgo.
Pero es a partir de aquí, que los
siguientes acontecimientos habrían de tornar toda nuestra alegría y momentos de
emociones eufóricas en pesadilla total; puesto que cuando continuamos la labor de
profanación -de súbito convertida en labor histórica-, la tercera tumba nos
depararía una sorpresa espeluznante. Encontramos los restos carcomidos
-seguramente por las ratas-, de un hombre que extrañamente sólo podía haber
nacido en este siglo. Lo dedujimos -además del tipo de vestiduras que llevaba
puestas-, cuando observamos las tapaduras de las muelas; trabajo que sólo podía
haber sido realizado por un médico odontólogo contemporáneo. Pero, ¿cómo podía
explicarse esto?. ¿Es que alguien más se nos había adelantado en la misma
aventura? O se trataría del hombre que nunca salió, del subterráneo de la
catedral, 30 años atrás.
Y, ¿quién lo habría enterrado en
esa cripta?. ¿Quizás fueron sus propios compañeros? Cuando tratamos de
averiguar si alguna fecha estaba escrita en los restos de la loza que habíamos
destrozado con el cincel, pudimos confirmar nuestras sospechas. En la piedra
estaba toscamente pintado, en rojo, un año: 1964. En esos momentos, todos
permanecíamos mudos y aunque nadie quisiera reconocerlo, estábamos visiblemente
estremecidos por las grotescas imágenes descubiertas por nuestras luces. Y algo
más vendría a rematar nuestro cada vez más deteriorado estado de ánimo.
Escuchamos un murmullo,
acompañado de algunos golpes que parecían provenir, no del corredor por el cual
habíamos ingresado a la gran habitación en donde nos hallábamos, sino por
detrás de una puerta sellada y que sería nuestro siguiente paso obligado a
seguir si queríamos continuar con la exploración de aquel subterráneo y no volver
por nuestros pasos. Reflexioné, para mis adentros, que en lo que en un primer
momento se había iniciado como una aventura de un grupo de amigos, a esas horas
había pasado a convertirse en una visión de pesadilla; pero decididamente real
y sobrecogedora. ¿Qué hacíamos sepultados allí adentro? ¿Quién de los tres
estaba todavía dispuesto a continuar la exploración? ¿Y si éramos presa de
algún percance o accidente?, ¿quién nos rescataría? No habían más testigos de
nuestra vehemente empresa que nosotros mismos. Estos eran algunos pensamientos
que cruzaban mi mente y que me hacían comprender lo absurdo de nuestra
aventura. Pero como ninguno de nosotros tuvo el valor de reconocer abiertamente
sus enormes temores, continuaríamos adelante, sin poder evitar ya los horrores
que pudieran aguardarnos en las desconocidas profundidades del interior de la
catedral.
Procedimos a desclavar tres
enormes tablones de la puerta por donde se habían escuchado provenir los
inexplicables ruidos, y mientras nos ocupábamos en esta labor, tratábamos de
hallar una razón valedera que pudiera dar sentido a la presencia de algo o
alguien en esa parte del subterráneo. A alguno se le ocurrió decir que quizás
habíamos llegado al tramo final de nuestra exploración y que lo que encontraríamos
detrás de aquella puerta, era la salida que nos conduciría al exterior, de
donde, por supuesto, habrían de provenir los sonidos escuchados por todos. Una
vez cayó pesadamente al suelo el último madero y abrimos la puerta -no sin
dificultad-, quedamos todos espantados al observar, delante nuestro, una
repulsiva criatura dentada que nos acechaba. La escena que siguió fue intensa y
terriblemente lenta. Instintivamente, Gonzalo cogió una de las herramientas y
la levantó por los aires en señal más de defensa que de ataque. Yo, por la
terrible impresión recibida, retrocedí unos pasos y sin quererlo resbalé
aparatosamente, cayendo al suelo y rompiendo mi linterna. Max quedó inmóvil;
paralizado, contemplando sin ninguna protección la horrible entidad que estaba
por atraparlo; no obstante, le oímos decir que no temiéramos; que nada malo nos
sucedería.
Aquella entidad que habíamos
tomado como una criatura sobrenatural, no era sino una estatua inerte, o una
especie de gárgola de piedra que cuidaba la entrada al recinto contiguo.
Soltamos al unísono una carcajada nerviosa que disipó en algo las fuertes
emociones. Todo se había tratado nada más que de un error; un susto. Sin
embargo cuando ingresamos a la otra habitación no pudimos observar que hubiera
alguna salida aparente. Era más, los murmullos -que ahora habían pasado a
convertirse en voces casi guturales y especialmente los golpes-, habían
aumentado en intensidad. Decididamente supimos que habían ciertas cosas que ya
no podían explicarse de manera natural. Cruzamos de lado a lado, no sin temor,
el nuevo recinto que más parecía un túnel con las ya acostumbradas oquedades en
las paredes cuando de súbito los ignorados sonidos se detuvieron, como si de
pronto ese algo o alguien se hubiera percatado de nuestra presencia.
Inesperadamente vimos deslizarse algo desproporcionado de uno de los tantos
huecos de las paredes a otro lugar no muy lejano de nosotros. Fue una visión de
espanto, pero por la velocidad con la que sucedió no pudimos determinar que
había sido.
No obstante, era obvio que no
estábamos solos. Creo que ninguno de nosotros pudo conservar más tiempo su
lucidez mental, y empezaron los insultos y reproches a la idea de encontrarnos
allí; estados de histeria que sólo condujeron a la exaltación y al caos. No
obstante y quizás por el terror que todos sentíamos hacia aquél algo
desconocido, lograríamos ponernos de acuerdo. Estábamos decididos a encontrar,
como fuera, una salida al exterior -si es que existía en esa parte del
subsuelo-, corrimos lo más aprisa que pudimos por aquel túnel, no sin dejar de
percatarnos que a nuestro rápido paso por la interminable galería, innumerables
ojos fosforescentes, nos veían pasar delante, mientras por todo el lugar se
dejaba escuchar un ahogado aullido y el rechinar de dientes de una criatura
infernal; quien sabe si fuera esto o se tratara de algo peor.
De súbito Gonzalo creyó ver una
débil luz proveniente del techo, y milagrosamente una empinada escalinata de
piedra que ascendía a este supuesto escape. Subimos como pudimos, y al llegar
al pináculo desplazamos una loza semiquebrada y descubrimos lo que parecía
corresponder a una de las naves de la iglesia de Santo Domingo. Agradecimos a
Dios que todo hubiera pasado y juramos nunca más regresar, ni revelar nuestra
historia; no fuera que un nuevo grupo de aventureros se animara a explorar el
subterráneo de la catedral y fueran presa de las criaturas de la noche. (Por
Pablo Nicoli)