martes, 20 de febrero de 2018

LA NOCHE


Terminábamos de jugar una partida de ajedrez, cuando le pedí a mi compañero que me narrara aquella historia que el tiempo amenazaba convertir en leyenda y que un familiar muy cercano -sacerdote de la iglesia católica de Arequipa-, le había contado confidencialmente a su familia. Se trataba de un acontecimiento sorprendente, ocurrido 30 años atrás, o quizás fueran 40, no era importante determinar la fecha exacta; lo que sí transcendía era el hecho y los eventos de la historia misma. Todo pasó -nos dijo Gonzalo; pues un nuevo amigo de largas aventuras y otro tanto de anécdotas, había llegado y escuchaba atentamente.

En una ocasión en la cual unos obreros contratados por el diácono de la Catedral, cambiaban las viejas lozas del piso adyacente al hermoso púlpito de madera -en donde puede verse aún hoy la talla e imagen impresionante del demonio que es aplastado por una columna-, cuando uno de ellos se percató de un profundo agujero que apareció, en medio de la labor encomendada, entre el piso y el púlpito mismo.

Inmediatamente fue avisado del inesperado hallazgo el sacerdote del templo, quien sin mucho esperar detuvo la obra, despidió a los obreros -no sin antes darles una suculenta paga por su trabajo y su silencio-, y mandó disimular todo vestigio de la presencia de un subterráneo en esa parte de la iglesia. Ahora bien -prosiguió nuestro interlocutor, a la par que encendía parsimoniosamente un cigarrillo-, nadie más del clero fue informado del asunto; sólo compartían el secreto dos miembros de la iglesia mayor, un historiador y un miembro destacado del orden ciudadano.

Una vez fueron reunidas estas cuatro personas -quienes guardaban una fraternal amistad desde la infancia-, se decidió a adquirir el material y herramientas necesarias para penetrar en el subsuelo e investigar qué secreto guardaba este ignorado lugar. Antes de ocurrida la exploración, se hicieron infinidad de conjeturas sobre lo que podía esperarse hallar. Alguno opinó: "un tesoro escondido desde la época de la conquista". Otro menos material dijo: "un vestigio cultural y artístico". Y otro poco imaginativo agregó: "solamente un sótano, oscuro y probablemente vacío". No obstante y al parecer, cada opinión vertida sobre el tema que los congregaba distaba en mucho de lo que realmente encontrarían, más adelante, en el subsuelo. Fue elegida la noche del viernes, anterior a la semana santa, para dar inicio a la esperada exploración. De los cuatro socios, fueron elegidos tres de ellos para descender desde el agujero que, previamente, había sido ensanchado lo suficiente como para que por éste ingresaran con facilidad los integrantes de la empresa. Sólo el sacerdote de la Catedral decidió quedarse en el exterior aguardando el regreso; puesto que, seguramente, tal labor alcanzaría un grado de dificultad física más allá de lo que estaba dispuesto a gastar a los 66 años de edad.

Sin embargo, la anhelada exploración terminaría pronto en fatalidad; puesto que, unas horas más tarde, sólo retornarían dos de los expedicionarios; uno de los cuales había perdido totalmente la razón, mientras el otro se negaba a hablar sobre lo encontrado bajo la Catedral; pues según decía había realizado un juramento a Dios de que si le permitía salir ileso de tan horrible lugar, nunca contaría a nadie lo que había vivido.

Claro está que este tipo de historia y con el discurrir del tiempo, probablemente haya sido aumentada y corregida en todo o en parte; lo que no le resta emoción y cierto aire de romanticismo macabro, si es que me permiten el término -concluyó de narrar Gonzalo, mientras Max y yo nos mirábamos con algo de incredulidad-. No obstante, confirmé que en alguna ocasión, cuando adolescente y después de haber asistido al oficio religioso, me acerqué, curiosamente, por detrás del demonio alado que forma parte del púlpito de la Catedral y observé con sorpresa que lo que yo había considerado por años como una puerta falsa -que guardaba la zona central del púlpito-, realmente no era tal; pues podía notarse dicha entrada, en esos momentos, semi abierta y por detrás de ésta, dejábase ver el acceso a un sótano, semi tapado por un tablón de madera.

No fue difícil entonces, que los tres amigos de historias macabras y aventuras disparatadas, nos comprometiéramos y fijáramos una fecha y hora para lograr la hazaña de nuestras vidas: la de escondernos dentro de la Catedral y después de burlar la escasa vigilancia del recinto, lograr ingresar por el mítico subterráneo que allí debía existir... Cuando estuvimos, aquella noche de viernes, frente al personaje tallado del púlpito, uno de los tres integrantes del grupo dijo algo que nos pondría los pelos de punta, aunque más bien se tratara de una broma de mal gusto. Opinó que aquel demonio alado que teníamos enfrente, podría haber sido puesto allí como una advertencia de lo que se ocultaba debajo de aquel acceso de entrada al subterráneo de la catedral.

Cuando el primero de nosotros posó sus pies en el pedregoso subsuelo, gracias a la ayuda de una resistente soga de cuatro metros, no pudo observar nada a su alrededor. La pequeña linterna no era lo suficientemente conveniente para vencer la tremenda oscuridad que se posesionaba del subterráneo. Fue necesaria la asistencia de otras dos luces eléctricas para lograr contemplar un granítico habitáculo de forma circular y un ambiente frígido y nauseabundo que el paso del tiempo había casi envenenado. Era claro sobre la necesidad de utilizar, cuando fuera indispensable, el oxígeno que habíamos tenido a bien traer; si bien sólo se tratara de un pequeño balón que de seguro habría que compartir entre los tres miembros del grupo.

Una vez dimos unos cuantos pasos dentro de aquella primera habitación redescubierta por nosotros, pudimos contemplar, no sin una fuerte impresión para todos, que lo que habíamos tomado como un terreno pedregoso no era sino una interminable alfombra de huesos humanos de todas las formas y tamaños; además de otras tantas alimañas e insectos repugnantes. Al parecer -y según la opinión de Max: estudiante de arqueología-, nos encontrábamos sobre un viejo cementerio pre-inca cuya ubicación se remontaría en mucho a los inicios de la edificación de la primera catedral, cuatro siglos antes. Dos interminables galerías que se alejaban de nosotros lo suficiente como para no poder determinar sus dimensiones, podían verse desaparecer en los ignorados confines.

Notábanse también a ambos lados del frío corredor de piedra, que finalmente decidiríamos explorar, alguna que otra entrada, horadada en la roca misma que parecían conducir a otras galerías menores que tomaban los más disparatados caminos. Llegamos a contar, desde el punto de referencia en el cual nos encontrábamos, hasta siete corredores que parecían convertir el lugar en un verdadero laberinto de túneles. Al momento, Gonzalo pareció descubrir un nuevo hallazgo a un lado del corredor central, que habíamos decidido seguir; y un minuto más tarde, descendíamos por una desencajada escalinata que nos conducía a una habitación que se hallaba unos cinco metros por debajo del nivel anterior, y que al parecer, había sido utilizado para enterrar a clérigos y sacerdotes de la iglesia a través de tres siglos; puesto que descubrimos no menos de 600 criptas, convenientemente dispuestas en las paredes, con referencia de fechas que a nuestro paso iban decreciendo en el tiempo; pudiendo leer lápidas con nombres de personajes muertos desde 1696 para atrás. Media hora más tarde y después de haber explorado a cabalidad el enorme mausoleo subterráneo -donde no sólo encontramos muerte, sino también enormes ratas de notables proporciones-, acordamos profanar una de las tantas criptas y ver si alguno de los cadáveres guardaba consigo algún implemento valioso o quizás parte de su fortuna enterrada con él. Elegimos al azar una tumba de 1632 que notamos algo mejor ornada que las otras que la rodeaban, para lo que nos hicimos con la ayuda de las herramientas que habíamos traído con nosotros.

Finalmente después de mucho cincelar la piedra, tendríamos a la vista, la primera de tres tumbas que esa noche abriríamos. Dentro de la primera hallaríamos los huesos casi intactos de un clérigo católico; y junto a él, tres tipos diferentes de copas de oro o cáliz, además de joyas religiosas en oro y plata -crucifijos, cadenas, etc.-, y un magnífico anillo con un diamante incrustado. Realmente las valiosas prendas encontradas eran mucho más de lo que habíamos pensado obtener por nuestra aventura y suponíamos que al menos una cuantas docenas de tumbas más, podían contener estos y otros más increíbles tesoros. Despojamos al clérigo de sus joyas; aunque de mutuo acuerdo decidimos dejar uno de los tres cáliz junto a éste. Hasta esos momentos todo había parecido tan fácil de lograr que no terminaba una broma hecha, que empezaba otra y no nos percatábamos del intenso ruido que estábamos causando en la entrada al infierno.

Tratando de elegir la segunda cripta que profanaríamos fue que uno de mis compañeros se percató de un hecho insólito y curioso. Algunas de las tumbas más antiguas del siglo XVI, parecían contener los restos, no sólo de clérigos de la iglesia, sino la de personajes españoles, nombrados, en castellano antiguo como: "Caballeros y conquistadores de las tierras nuevas". Lo insólito se sucedió cuando pudimos leer en una de estas lápidas el nombre del fundador de la ciudad: Don Garcí Manuel de Carbajal, año del Señor de 1575. Quedamos todos sorprendidos y no hubo que esperar mucho para ver el contenido de aquella cripta. No encontramos como en el primer caso un hermoso cofre o cajón de madera, finamente tallado, sino una tabla, encima de la cual se acostaba un enmohecido y pesado traje metálico, con guantes, espada, yelmo y penacho; y una blanca calavera en su interior. Estábamos fascinados pues habíamos logrado un enorme descubrimiento histórico para la ciudad, que de seguro, cuando se hiciera pública parte de nuestra aventura, habría de reconocer nuestro valioso hallazgo.

Pero es a partir de aquí, que los siguientes acontecimientos habrían de tornar toda nuestra alegría y momentos de emociones eufóricas en pesadilla total; puesto que cuando continuamos la labor de profanación -de súbito convertida en labor histórica-, la tercera tumba nos depararía una sorpresa espeluznante. Encontramos los restos carcomidos -seguramente por las ratas-, de un hombre que extrañamente sólo podía haber nacido en este siglo. Lo dedujimos -además del tipo de vestiduras que llevaba puestas-, cuando observamos las tapaduras de las muelas; trabajo que sólo podía haber sido realizado por un médico odontólogo contemporáneo. Pero, ¿cómo podía explicarse esto?. ¿Es que alguien más se nos había adelantado en la misma aventura? O se trataría del hombre que nunca salió, del subterráneo de la catedral, 30 años atrás.

Y, ¿quién lo habría enterrado en esa cripta?. ¿Quizás fueron sus propios compañeros? Cuando tratamos de averiguar si alguna fecha estaba escrita en los restos de la loza que habíamos destrozado con el cincel, pudimos confirmar nuestras sospechas. En la piedra estaba toscamente pintado, en rojo, un año: 1964. En esos momentos, todos permanecíamos mudos y aunque nadie quisiera reconocerlo, estábamos visiblemente estremecidos por las grotescas imágenes descubiertas por nuestras luces. Y algo más vendría a rematar nuestro cada vez más deteriorado estado de ánimo.

Escuchamos un murmullo, acompañado de algunos golpes que parecían provenir, no del corredor por el cual habíamos ingresado a la gran habitación en donde nos hallábamos, sino por detrás de una puerta sellada y que sería nuestro siguiente paso obligado a seguir si queríamos continuar con la exploración de aquel subterráneo y no volver por nuestros pasos. Reflexioné, para mis adentros, que en lo que en un primer momento se había iniciado como una aventura de un grupo de amigos, a esas horas había pasado a convertirse en una visión de pesadilla; pero decididamente real y sobrecogedora. ¿Qué hacíamos sepultados allí adentro? ¿Quién de los tres estaba todavía dispuesto a continuar la exploración? ¿Y si éramos presa de algún percance o accidente?, ¿quién nos rescataría? No habían más testigos de nuestra vehemente empresa que nosotros mismos. Estos eran algunos pensamientos que cruzaban mi mente y que me hacían comprender lo absurdo de nuestra aventura. Pero como ninguno de nosotros tuvo el valor de reconocer abiertamente sus enormes temores, continuaríamos adelante, sin poder evitar ya los horrores que pudieran aguardarnos en las desconocidas profundidades del interior de la catedral.

Procedimos a desclavar tres enormes tablones de la puerta por donde se habían escuchado provenir los inexplicables ruidos, y mientras nos ocupábamos en esta labor, tratábamos de hallar una razón valedera que pudiera dar sentido a la presencia de algo o alguien en esa parte del subterráneo. A alguno se le ocurrió decir que quizás habíamos llegado al tramo final de nuestra exploración y que lo que encontraríamos detrás de aquella puerta, era la salida que nos conduciría al exterior, de donde, por supuesto, habrían de provenir los sonidos escuchados por todos. Una vez cayó pesadamente al suelo el último madero y abrimos la puerta -no sin dificultad-, quedamos todos espantados al observar, delante nuestro, una repulsiva criatura dentada que nos acechaba. La escena que siguió fue intensa y terriblemente lenta. Instintivamente, Gonzalo cogió una de las herramientas y la levantó por los aires en señal más de defensa que de ataque. Yo, por la terrible impresión recibida, retrocedí unos pasos y sin quererlo resbalé aparatosamente, cayendo al suelo y rompiendo mi linterna. Max quedó inmóvil; paralizado, contemplando sin ninguna protección la horrible entidad que estaba por atraparlo; no obstante, le oímos decir que no temiéramos; que nada malo nos sucedería.

Aquella entidad que habíamos tomado como una criatura sobrenatural, no era sino una estatua inerte, o una especie de gárgola de piedra que cuidaba la entrada al recinto contiguo. Soltamos al unísono una carcajada nerviosa que disipó en algo las fuertes emociones. Todo se había tratado nada más que de un error; un susto. Sin embargo cuando ingresamos a la otra habitación no pudimos observar que hubiera alguna salida aparente. Era más, los murmullos -que ahora habían pasado a convertirse en voces casi guturales y especialmente los golpes-, habían aumentado en intensidad. Decididamente supimos que habían ciertas cosas que ya no podían explicarse de manera natural. Cruzamos de lado a lado, no sin temor, el nuevo recinto que más parecía un túnel con las ya acostumbradas oquedades en las paredes cuando de súbito los ignorados sonidos se detuvieron, como si de pronto ese algo o alguien se hubiera percatado de nuestra presencia. Inesperadamente vimos deslizarse algo desproporcionado de uno de los tantos huecos de las paredes a otro lugar no muy lejano de nosotros. Fue una visión de espanto, pero por la velocidad con la que sucedió no pudimos determinar que había sido.

No obstante, era obvio que no estábamos solos. Creo que ninguno de nosotros pudo conservar más tiempo su lucidez mental, y empezaron los insultos y reproches a la idea de encontrarnos allí; estados de histeria que sólo condujeron a la exaltación y al caos. No obstante y quizás por el terror que todos sentíamos hacia aquél algo desconocido, lograríamos ponernos de acuerdo. Estábamos decididos a encontrar, como fuera, una salida al exterior -si es que existía en esa parte del subsuelo-, corrimos lo más aprisa que pudimos por aquel túnel, no sin dejar de percatarnos que a nuestro rápido paso por la interminable galería, innumerables ojos fosforescentes, nos veían pasar delante, mientras por todo el lugar se dejaba escuchar un ahogado aullido y el rechinar de dientes de una criatura infernal; quien sabe si fuera esto o se tratara de algo peor.

De súbito Gonzalo creyó ver una débil luz proveniente del techo, y milagrosamente una empinada escalinata de piedra que ascendía a este supuesto escape. Subimos como pudimos, y al llegar al pináculo desplazamos una loza semiquebrada y descubrimos lo que parecía corresponder a una de las naves de la iglesia de Santo Domingo. Agradecimos a Dios que todo hubiera pasado y juramos nunca más regresar, ni revelar nuestra historia; no fuera que un nuevo grupo de aventureros se animara a explorar el subterráneo de la catedral y fueran presa de las criaturas de la noche. (Por Pablo Nicoli)