jueves, 24 de mayo de 2018

ROMULO Y REMO

Una leyenda cuenta que veintitrés años después del comienzo en la cronología griega (753 antes de Cristo), se fundó en el Lacio una pequeña ciudad que la historia denominaría “eterna”. ¿Quién hubiera creído entonces que esa aislada aldea crearía un imperio mundial y marcaría su huella en el mundo entero? “Todos los caminos llevan a Roma”, y Roma fue siglos y siglos, en la historia de la humanidad, el centro del mundo; primero, desde el punto de vista político; luego, en la esfera religiosa, y hubo un momento en que también fue el centro artístico y literario.

En el lacio, el país de los latinos, había varias ciudades y una de las más antiguas era Alba-Longa, fundada por el troyano Julus, llegado al Lacio con su padre Eneas, después de diversas aventuras. Reinaba allí, en el siglo VII antes de Cristo, un rey llamado Numitor, hombre apacible y bueno, su hermano menor Amulio, cruel y ambiciosos, expulsó a aquel rey del trono y mandó asesinar al hijo de Numitor y consagrar a su hija al servicio de la diosa Vesta, protectora de la familia y del hogar, para impedir que Numitor pudiera tener herederos.

Las vestales se ocupaban de mantener el fuego sagrado que ardía en el altar de la diosa y estaban obligadas a la más rigurosa castidad. Pero Marte, dios de la guerra, se enamoró de la encantadora princesa y de su unión nacieron dos gemelos, Rómulo y Remo. Asustado el cruel Amulio, ordenó que arrojaran a los dos gemelos al Tíber, pero el servidor del rey, más piadoso que su señor, depositó a los niños en una cesta y los confió a las aguas del río. La cesta se detuvo en una orilla y el dios Marte se apiadó de sus hijos y mandó a uno de los animales que le estaban consagrados que prestara auxilio a los niños: una loba sedienta vino a beber a la orilla del río y los alimentó con su leche.

Un pastor que descubrió a los dos niños, los llevó a su casa y cuidó de ellos. Los pequeños crecieron en un ambiente sano junto a los hijos de los pastores y se fortalecieron luchando contra las fieras y los bandidos. Un día, Numitor los encontró y por las preguntas que hizo al pastor acerca de ellos intuyó que se trataba de sus nietos. Numitor les reveló todo el daño causado por Amulio; entonces, Rómulo y Remo reunieron una tropa de pastores que se apoderaron del usurpador; le dieron muerte y luego devolvieron el trono a su abuelo. Ellos se instalaron en una colina, cerca del lugar donde fueron alimentados por la loba y la rodearon con un muro de piedra. Así cuenta la leyenda los comienzos de la ciudad de Roma.

Rómulo fue el primer rey de la ciudad, pero Remo, envidioso, quiso demostrarle su superioridad insultándole en público y saltando por el muro que su hermano había construido. Rómulo se encolerizó tanto, que se abalanzó sobre su hermano y lo mató, exclamando” ¡Esto le ocurrirá a quien atraviese los muros!”. El tema del niño encontrado y salvado milagrosamente aparece ya en la leyenda babilónica de Sargón I, en la persa de Ciro y en la griega de Edipo. En el primer relato, el niño es dejado cerca de la orilla; en los dos últimos, los pequeños son salvados por un pastor, y ambos motivos aparecen en la leyenda romana.

EL RAPTO DE LAS SABINAS

Para que la ciudad creciera con más rapidez, Rómulo dio asilo a los fugitivos de todos los poblados y aldeas cercanos, y ello motivó que acudieran a establecerse en Roma muchos desterrados y aventureros. A causa de ello, los pueblos vecinos no quisieron mantener contacto con una población de tan dudosa fama. Entonces, a Rómulo se le ocurrió organizar una fiesta religiosa seguida de grandes concursos deportivos.


Con ese pretexto, los habitantes de otras ciudades que deseaban visitar la nueva urbe, decidieron hacerlo, pese a la detestable reputación de sus habitantes. Los sabinos, pueblo originario de los Apeninos, acudieron en tropel. Durante las competiciones, y a una señal de Rómulo, los romanos se abalanzaron sobre los espectadores y raptaron a las muchachas sabinas.

Cuando los invitados regresaron a sus hogares y se recobraron un tanto, reemprendieron el viaje a Roma para castigar a Rómulo y a sus insolentes súbditos. El combate fue terrible. Pero las sabinas, desmelenadas y desgarrados los vestidos, mediaron en la refriega para separar a los combatientes.

El hecho no tenía remedio: ya eran esposas de los romanos, ¿para qué, pues, luchar? Por eso suplicaban a los sabinos: “¡No matéis a nuestros maridos!” y a los romanos: “¡No matéis a nuestros padres y hermanos!”. Esta inesperada intervención ocasionó una reconciliación general: los antagonistas no sólo pactaron la paz, sino también un tratado de alianza. Romanos y sabinos formarían un solo pueblo y ambos se establecerían en una de las colinas de Roma. Así, al menos lo cuenta la leyenda. (Fuente: Historia Universal, Carl Grimberg)