Una leyenda
cuenta que veintitrés años después del comienzo en la cronología griega (753
antes de Cristo), se fundó en el Lacio una pequeña ciudad que la historia
denominaría “eterna”. ¿Quién hubiera creído entonces que esa aislada aldea
crearía un imperio mundial y marcaría su huella en el mundo entero? “Todos los
caminos llevan a Roma”, y Roma fue siglos y siglos, en la historia de la
humanidad, el centro del mundo; primero, desde el punto de vista político;
luego, en la esfera religiosa, y hubo un momento en que también fue el centro
artístico y literario.
En el lacio, el
país de los latinos, había varias ciudades y una de las más antiguas era
Alba-Longa, fundada por el troyano Julus, llegado al Lacio con su padre Eneas,
después de diversas aventuras. Reinaba allí, en el siglo VII antes de Cristo,
un rey llamado Numitor, hombre apacible y bueno, su hermano menor Amulio, cruel
y ambiciosos, expulsó a aquel rey del trono y mandó asesinar al hijo de Numitor
y consagrar a su hija al servicio de la diosa Vesta, protectora de la familia y
del hogar, para impedir que Numitor pudiera tener herederos.
Las vestales se
ocupaban de mantener el fuego sagrado que ardía en el altar de la diosa y
estaban obligadas a la más rigurosa castidad. Pero Marte, dios de la guerra, se
enamoró de la encantadora princesa y de su unión nacieron dos gemelos, Rómulo y
Remo. Asustado el cruel Amulio, ordenó que arrojaran a los dos gemelos al
Tíber, pero el servidor del rey, más piadoso que su señor, depositó a los niños
en una cesta y los confió a las aguas del río. La cesta se detuvo en una orilla
y el dios Marte se apiadó de sus hijos y mandó a uno de los animales que le
estaban consagrados que prestara auxilio a los niños: una loba sedienta vino a
beber a la orilla del río y los alimentó con su leche.
Un pastor que
descubrió a los dos niños, los llevó a su casa y cuidó de ellos. Los pequeños
crecieron en un ambiente sano junto a los hijos de los pastores y se
fortalecieron luchando contra las fieras y los bandidos. Un día, Numitor los
encontró y por las preguntas que hizo al pastor acerca de ellos intuyó que se
trataba de sus nietos. Numitor les reveló todo el daño causado por Amulio;
entonces, Rómulo y Remo reunieron una tropa de pastores que se apoderaron del
usurpador; le dieron muerte y luego devolvieron el trono a su abuelo. Ellos se
instalaron en una colina, cerca del lugar donde fueron alimentados por la loba
y la rodearon con un muro de piedra. Así cuenta la leyenda los comienzos de la
ciudad de Roma.
Rómulo fue el
primer rey de la ciudad, pero Remo, envidioso, quiso demostrarle su
superioridad insultándole en público y saltando por el muro que su hermano
había construido. Rómulo se encolerizó tanto, que se abalanzó sobre su hermano
y lo mató, exclamando” ¡Esto le ocurrirá a quien atraviese los muros!”. El tema
del niño encontrado y salvado milagrosamente aparece ya en la leyenda
babilónica de Sargón I, en la persa de Ciro y en la griega de Edipo. En el
primer relato, el niño es dejado cerca de la orilla; en los dos últimos, los
pequeños son salvados por un pastor, y ambos motivos aparecen en la leyenda
romana.
EL RAPTO DE LAS SABINAS
Para que la
ciudad creciera con más rapidez, Rómulo dio asilo a los fugitivos de todos los
poblados y aldeas cercanos, y ello motivó que acudieran a establecerse en Roma
muchos desterrados y aventureros. A causa de ello, los pueblos vecinos no
quisieron mantener contacto con una población de tan dudosa fama. Entonces, a
Rómulo se le ocurrió organizar una fiesta religiosa seguida de grandes
concursos deportivos.
Con ese
pretexto, los habitantes de otras ciudades que deseaban visitar la nueva urbe,
decidieron hacerlo, pese a la detestable reputación de sus habitantes. Los
sabinos, pueblo originario de los Apeninos, acudieron en tropel. Durante las
competiciones, y a una señal de Rómulo, los romanos se abalanzaron sobre los
espectadores y raptaron a las muchachas sabinas.
Cuando los
invitados regresaron a sus hogares y se recobraron un tanto, reemprendieron el
viaje a Roma para castigar a Rómulo y a sus insolentes súbditos. El combate fue
terrible. Pero las sabinas, desmelenadas y desgarrados los vestidos, mediaron
en la refriega para separar a los combatientes.
El hecho no
tenía remedio: ya eran esposas de los romanos, ¿para qué, pues, luchar? Por eso
suplicaban a los sabinos: “¡No matéis a nuestros maridos!” y a los romanos:
“¡No matéis a nuestros padres y hermanos!”. Esta inesperada intervención
ocasionó una reconciliación general: los antagonistas no sólo pactaron la paz,
sino también un tratado de alianza. Romanos y sabinos formarían un solo pueblo
y ambos se establecerían en una de las colinas de Roma. Así, al menos lo cuenta
la leyenda. (Fuente: Historia Universal, Carl Grimberg)