Avanzaba inexorable la noche, y
las puertas de la Catedral fueron cerradas. El lugar quedó en el más absoluto
silencio. Los dos últimos feligreses que durante largas horas habían
permanecido postrados a la demanda de favores celestiales, traspasaban bajo el
inalcanzable frontispicio y se perdían tan de súbito como llegaron. Por último,
se escuchó el enorme ruido que provocó una de las tantas bancas de madera que
sumaban procesión al altar. Fue un sonido agudo, comparable a la voz de
soprano. Alguien habría tropezado con el mueble, camino a la salida posterior.
De seguro se trataba del guarda que, antes de marcharse, clausuraba
inevitablemente el templo.
En ese momento consulté mi reloj.
Eran las diez. Tenía aún que aguardar dos largas horas. ¿Qué haría con todo
este tiempo por delante? Esa fue la primera pregunta que hice; después de todo,
antes de la medianoche nada sucedería; y por consiguiente, no tenía motivo para
seguir oculto. Afortunadamente, hacía unas semanas, el descomunal órgano había
sido desmantelado, creo que fue enviado en partes a Europa para ser reparado, y
los pequeños compartimentos bueno, pequeños para el cuerpo del órgano y no para
las personas, sirvieron de cómodo escondite.
Decidí que lo más sensato era
utilizar la linterna, la que conservaba como el más querido recuerdo de mi
fallecido padre, y tomar de una mano a Giovanna. Ella no hablaba. Sin duda
estaba atemorizada. Desde que le conté cuáles eran mis propósitos y le expliqué
el porqué de éstos, se opuso en el acto; sin darme la oportunidad de
reflexionarlo siquiera. Me preguntó si yo perdí la razón e incluso me amenazó
con terminar nuestra larga relación si no me olvidaba de la idea. Pero ahora
que nos encontrábamos al interior del lugar, ya no decía más.
Fue muy difícil convencerla, pero
al final, después de tanto argumentar, accedió a acompañarme. Quizá en el fondo
imaginaba que antes de que algo grave nos sucediera, lograría disuadirme de
abandonar aquella arriesgada espera y salir huyendo juntos; pero en realidad,
los dos sabíamos que esa posibilidad de evasión era remota. La decisión había
sido tomada y ahora, nada ni nadie, evitaría el desenlace.
Pasada la primera media hora, nos
aventuramos a salir de nuestro improvisado refugio y deambulamos por una de las
tres naves que hacen interminable el recinto; mientras pétreas imágenes de
santos y arcángeles nos observaban caminar irreverentes, o quizá no podían
notarnos. La verdad es que esto poco interesa. Lo fundamental era que faltaba
algo menos de dos horas para el encuentro, y nosotros dos nos hallábamos
encerrados deliberadamente en el interior de la Catedral. Distantes, muy
distantes de algún salvador, de amigos, familiares o simplemente de la gente.
Pasaron varios minutos, antes de
que posáramos nuestros pies sobre los gastados escalones que ascienden al
púlpito, aquél cuya columna aplasta la figura tallada del demonio. El estrépito
que provocamos al contacto corporal contra la madera reseca, por el paso del
tiempo, inundó todo el lugar. Pero no tenía importancia. Nadie nos escucharía.
Nadie hasta la medianoche. En ese momento alguien me cuestionó. Era Giovanna, y
lo que me dijo era el inicio de sus súplicas para que abandonáramos mi
propósito.
De mi parte, no me atreví a
mirarla de frente. Sabía muy bien que ella tenía la razón de su lado; no
obstante, no accedí a dar marcha atrás, y lo único que atiné a hacer, fue
abrazarla y ceñirla contra mi pecho, decirle que la quería, ¡que la amaba con
intensidad!, que sabía que no había sido fácil para ella permanecer a mi lado
aquella noche. Pero también le confesé que su compañía me era necesaria. Que me
daba el valor suficiente y que, sobre todo, me procuraba felicidad. Por un
momento pareció comprender. Me regaló una hermosa sonrisa y creí verla
apaciguar sus temores.
Subimos hasta lo más alto que la
estructura del púlpito nos permitió, y desde aquel lugar contemplamos todo lo
que pudo alumbrar la linterna de papá. Era una ubicación inmejorable para
esperar y atisbar a la medianoche. Divisábamos casi todo el panorama y, si bien
no podríamos hacernos de la ayuda de nuestra luz, a la hora acordada, esto no
debía preocuparnos. “Ellos” traerían las suyas...Transcurrió al menos otra
media hora, antes que descendiéramos del púlpito, recorriéramos los rincones
más olvidados del templo la entrada al coro, la capilla de las plegarias, las
criptas de los clérigos, y volviéramos a subir a nuestra posición anterior,
diez minutos antes de la medianoche. Durante los pocos minutos que nos
quedaban, todo el lugar siguió en calma, tanta como la de un sepulcro, y ya
estaba a punto de llegar la hora. Nos agazapamos detrás del resguardo tallado
del púlpito. Giovanna apretó mi mano nerviosa. Escuchamos que desde el exterior
el reloj de la torre dio las doce campanadas.
¡Entonces fue cuando aparecieron!
Observamos cómo fueron congregándose uno tras otro, hasta formar una procesión
de cientos. Todos desplazándose lentamente, sosteniendo sus luces, y el
interior de la Catedral pareció volverse de día. No hubo lugar que no fuera
invadido por aquella luz intensa. Por un segundo tuve mis dudas y lo razoné una
vez más: Giovanna, expuesta inútilmente; la espera, una idea desquiciada; mis
planes, totalmente inejecutables; “ellos”... y me invadió el terror, un terror
como nunca antes lo experimenté. Sujeté la mano de Giovanna aún más fuerte de
lo que ella lo hacía conmigo, y mientras fue posible, bajamos del púlpito y
corrimos despavoridos hacia la puerta posterior del templo.
Lo más probable era que estuviera
clausurada; pero no teníamos otra posibilidad más que intentar. En esos
momentos la linterna de papá se me cayó del bolsillo; Giovanna quiso detenerse
y recuperarla; pero yo no se lo permití. Ya no era posible retroceder. Nos
vieron. Seguimos huyendo y le grité que no mirara hacia atrás; gracias a Dios
no hubo discusiones y nos pareció ver por delante que la salida lateral estaba
milagrosamente abierta. Nos dirigimos hacia el pórtico, lo cruzamos y
agradecimos al cielo que todo hubiera finalizado; aunque todavía no para
“ellos”.