En la historia
casi siempre se recuerda a la sociedad romana por su libertad sexual o
promiscuidad, y que ha caracterizado una etapa del imperio romano conocida como
Julio-Claudia, en donde personajes como Tiberio, Calígula, Claudio, Julia y
Mesalina, se consideran como los grandes exponentes de la lujuria reinante en
el imperio Romano. Esa "libertad
sexual" en que se vivía, no era sólo el privilegio de los gobernantes. La
presencia de esclavos y esclavas en los hogares de los grandes señores permitía
que se relacionaran sexualmente y también era algo bastante conocido por todo
el mundo romano.
En este caso
hablaremos de Mesalina, emperatriz romana, que se supone nacida en Roma, cuyo
nombre se asoció con la crueldad, la lujuria y la avaricia. Ella era la hija de
Marco Valerio Mesala Barbatus, miembro de la aristocracia tradicional de la
familia de la República romana. Se casó hace 21 años con la que el que sería
luego emperador Claudio (41-48), y fue su tercera esposa. Tuvieron dos hijos:
Octavia, futura esposa de Nerón, y Británico.
Su reputación
entre los historiadores de la época clásica, como Tácito y Suetonio, no era el
mejor. Descrita como una mujer despiadada y ambiciosa, con una enorme
influencia sobre su marido el emperador, se basó en su posición para mimar
muchas personas influyentes, entre ellos Valerio Asiático y Vinicius y se hizo
famosa por su promiscuidad.
Cuenta la
historia que al estrechar por primera vez la mano ante éste de Claudio, la notó
blanda y pegajosa y después, llegado el momento de la intimidad, la joven
esposa descubriría el resto de fealdades de su esposo: su prominente cabeza
calva o su enorme barriga adiposa, entre otras. Y, no pudiendo evitarlo, cerró
los ojos al sentirse abrazada. Apenas Claudio cae en un sueño profundo,
Mesalina abandona el lecho a respirar el aire de la noche y pudo descubrir que
el jardín se encontraba un joven esclavo
llamado Ithamar, de origen sirio. Sin dudarlo, se aproximó a él,
desabrochó su túnica, y se ofreció a las caricias del muchacho. Su noche de bodas
había tenido, al final, algún sentido.
Jamás se privó
en ningún momento de apurar todos los placeres del sexo, destacando en sus
correrías su predilección por lo que, después, se llamaría masoquismo. En
efecto, en el mismo palacio imperial, además de recibir y disfrutar de sus
amantes del momento, gozaba con los azotes que recibía (y a veces propinaba)
como estímulo para conseguir un aún más alto grado de culmen sensual.
No obstante,
algunos nombres de sus numerosos compañeros de lecho han llegado hasta
nosotros. Sin intentar hacer una lista exhaustiva, he aquí algunos: Narciso,
por ejemplo, fue el amante de una sola noche, pero esas horas serían
suficientes para que la Emperatriz se burlara de él y propagara ante todos su
desdicha como macho, lo que provocaría en el aludido un odio casi eterno que
tendría importancia en el futuro.
También se
entregó a Lucio Vitelio, y tampoco le satisfizo por la excesiva humillación de
éste ante ella, idolatría que evidenciaba constantemente exhibiendo ante todo
el mundo una sandalia usada por Mesalina colgada de su cuello que nunca se
quitaba porque aquel calzado había ceñido uno de los pies de la emperatriz.
Se interesó
asimismo por Palas (y se acostó con él) por una razón tan simple y evidente
como la de que era administrador de las arcas del Imperio, puesto en el que
había robado tanto, que era una de las mayores fortunas de Roma. Ya en tromba,
pasaron por sus brazos un forzudo jefe de gladiadores cuyo nombre no ha quedado
en los anales; Vinicio, sobrino de su marido, el Emperador; Sabino, al que se
aficionó por su hermosísima cabellera y sus penetrantes perfumes; además de
varios desconocidos que gozaron de la Emperatriz por hechos tan inefables como
tener unos ojos de un color irresistible, porque tenían las manos calientes,
por estar cubiertos de vello en todo el cuerpo o, en fin, porque eran dueños de
una piel lisa y suave como el terciopelo.
Tuvo relaciones
con un atractivo joven llamado Tito, un absoluto capricho de la Emperatriz que
se aficionó a sus encantos y su vigor de casi adolescente. Tenía quince años,
pero el favorecido de Mesalina poseía a tan tierna edad y jactancioso, se puso
a propalar por todos los lugares sus aventuras amatorias con Mesalina. La
Emperatriz, avisada por su amiga la envenenadora Locusta, preparó la pócima que
impediría al quinceañero llegar a la madurez.
Deseando rodear
sus aventuras galantes de una más palpable discreción, recibía a sus visitantes
en una casita de las afueras que aparentemente pertenecía a su sirvienta Livia.
Fue allí donde entró en contacto con aquel primer Mnéster, que ahora descubrió
que no sentía una atracción excesiva por el sexo opuesto. Sin embargo, a
Mesalina no le importó compartir con el la inauguración de la casita, asumiendo
el desinterés que despertaba en su visitante pero sonsacándole noticias y
chismes sobre el sexo de los romanos, de lo cual estaba a la última el actor.
Aunque en una dirección diferente, Mnéster tenía fama de ser maestro en
lascivias, y sería este compartido interés el que provocaría que dos seres
opuestos y diferentes llegaran a ser grandes amigos y confidentes. Y, sobre
todo, su nuevo amigo se convirtió muy pronto en proveedor exclusivo de carne
joven para la Emperatriz. Ésta tenía la seguridad de que los envíos de Mnéster
tenían garantías suficientes para satisfacer el apetito venéreo de Mesalina.
El más evidente
de sus pecados será presentado a través de sus visitas a la Suburra (el barrio
más miserable y peligroso de Roma), excursiones y estancias en aquel lugar que
escandalizaron incluso a sus contemporáneos y que fue una idea brillante más de
su consejero de placeres, Mnéster, el actor. También sería recordada en sus
correrías como prostituta, ya en el escandaloso barrio romano, lugar en el que
usaba en sus transacciones camales el nombre de guerra de Lysisca.
En efecto, al
caer la noche, la Emperatriz abandonaba el palacio y se dirigía, oculta por una
peluca y los senos apenas cubiertos por panes de oro, a un conocido lupanar
donde ocupaba un aposento y recibía a los clientes. Estos la preferían, además
de por su belleza, porque no exigía juventud ni apariencia, y sí tan sólo
potencia viril allá donde se encontrara, aunque fuese en sucios mozos de
caballos. Por allí desfilaría toda la tropa clientelar de la hembra original,
creyendo todos que poseían a su meretriz habitual. No dejó de recibir Mesalina
a ninguno, y según el mismo Juvenal, cuando hubo de regresar a palacio se
entristeció, al marcharse al lecho imperial aún insatisfecha.
Las noches de la
Suburra eran para Mesalina un continuo ajetreo que, no obstante , no satisfacía
sus necesidades, a pesar de que alguna vez fue asaltada por más de una docena
de fornidos atletas a los que, ellos sí, dejó bastante satisfechos. Agradecida
por este triunfo sobre el otro sexo, se dirigió a obsequiar con otras tantas
coronas de mirto a Príapo, su dios tutelar.
No se ponen de
acuerdo los historiadores sobre si la prostitución de la Emperatriz fue
continuada o excepcional. Juvenal, Tácito y Josefo se apuntan a la primera, y
Dion a la segunda. Pero sea una u otra, parece que Mesalina recibió con agrado
la idea de Mnéster porque ello le iba a proporcionar el honor de imitar a una
reina que era su ídolo: Cleopatra. La Reina egipcia, durante su estancia en
Roma, había visitado también aquel barrio del vicio, adonde solía trasladarse,
eso sí, del brazo de Marco Antonio, al que parecía gustarle el juego. Orgullosa
de su belleza y de su dominio total sobre el hombre, la esposa de Claudio
decidió superar con creces a la desgraciada faraona, y saciar así de una vez el
apetito voraz de su carne.
Una anécdota
cuenta que en un amanecer en el que regresaba de sus aventuras de meretriz,
saludó al entrar en palacio a un soldado de la guardia pretoriana que estaba de
centinela preguntándole si sabía quién era ella. El interrogado,
despistadísimo, contestó que por la vestimenta, sería una prostituta de burdel.
Mesalina asintió con la cabeza y preguntó al soldado cuánto dinero llevaba
encima. Al responderle el soldado que sólo dos óbolos, Mesalina dijo que era
suficiente, entró en la garita, y coronó su último encuentro de la noche. Una
vez con los dos óbolos en la faltriquera, los guardó en una cajita de oro en
recuerdo de aquel breve pero intenso encuentro.
Ya en la
pendiente resbaladiza de sus caprichos, y en constante búsqueda de nuevas
sensaciones, decidió un día casarse con algunos de sus amantes, por ejemplo con
Cayo Silio, un joven cónsul apuesto, y varonil de familia patricia, y que
estaba locamente enamorada. A su vez también germinada la idea en los nuevos
esposos de organizar un complot para asesinar a Claudio y coronar a Silio como
nuevo emperador.
Uno de los
ayudantes del emperador se lo comunicó a Claudio, el cual vio como peligraba su
corona. Organizó la represión, ordenando matar a los amantes de su mujer. El
primero a Silio. Mesalina, muerta de miedo, intentó ver a su esposo; estaba
segura de que si lo veía, éste se ablandaría y volvería a perdonar, como
siempre, pero se adelantó el liberto Narciso, quien dio orden a la guardia en
nombre del Emperador de acabar con la vida de Mesalina, era el año 48.
También otros
conspiradores fueron arrestados y sentenciados a muerte y ejecutado por orden
del emperador. Los escritores romanos, Juvenal en sus Sátiras (110-130 d.C.) y
Tácito en sus Anales (ca. 150 d. C.), escribieron sobre ella tratándola como un
fenómeno real, cuya escandalosa vida sexual obligó a su marido a matarla.
(Fuente: Portal Planeta Sedna)