Daniel, el
cuarto de los llamados «profetas mayores», descendiente de la familia real de
David, que fue llevado cautivo a Babilonia cuando era jovencito, en el año
tercero del reinado de Joacim de Judá (600 a.C.). Fue escogido con tres
compañeros suyos, Ananías, Misael y Asarías, para residir en la corte de
Nabucodonosor, en donde halló favor como José en Egipto. Hizo grandes progresos
en las ciencias de los caldeos, así como en la lengua sagrada. Pero rehusó
contaminarse comiendo de las provisiones de la mesa del rey, que eran a menudo
ceremonialmente impuras para un judío, o estaban manchadas por haber estado en
contacto con el culto idólatra.
Al fin de unos
tres años de educación, Daniel y sus compañeros aventajaron a todos los demás y
recibieron buenos empleos en el servicio real. Allí Daniel desplegó en breve
sus dones proféticos, interpretando un sueño de Nabucodonosor, por quien fue
hecho gobernador de Babilonia y jefe de la clase instruida y sacerdotal. Parece
haber estado ausente, quizás en alguna embajada extranjera, cuando sus tres
compañeros fueron arrojados en el horno ardiendo.
Algún tiempo
después interpretó otro sueño de Nabucodonosor, y posteriormente la célebre
visión de Belsasar, uno de cuyos últimos actos fue promover a Daniel a un
empleo mucho más elevado que el que previamente había tenido durante su
reinado. Después de la captura de Babilonia por los medos y persas, Darío el
Medo, que «tomó el reino» después de Belsasar, le hizo «primer presidente» de
unos 120 príncipes. La envidia hizo que formaran el complot para que se le
echara a la cueva de los leones, acto que les atrajo su propia destrucción.
Daniel continuó
en todos sus altos oficios, y gozó del favor de Ciro hasta su muerte. Durante
ese periodo trabajó fervorosamente, con ayunos y oraciones, así como tomando
medidas oportunas para asegurar la vuelta de los judíos a su propia tierra,
habiendo llegado para ello el tiempo prometido. Vivió lo bastante para ver el
decreto expedido a ese respecto y que muchos de su pueblo volvieran a
Jerusalén; pero no se sabe si alguna vez volvió a visitar esa ciudad, por tener
entonces (356 a.C.) más de 80 años de edad.
En el tercer año
de Ciro tuvo una serie de visiones que le pusieron de manifiesto cuál tenía que
ser el Estado de los judíos hasta la venida del Redentor prometido; y por las
cuales le vemos esperando tranquilamente el término pacifico de una vida bien
empleada.
Daniel siguió
siempre la voluntad de Dios. Tanto su juventud como su vejez fueron igualmente
consagradas a Dios. Conservó su honradez en circunstancias difíciles, y en
medio de la fascinación de una corte oriental, fue puro y justo. Confesó el
nombre de Dios ante los príncipes idólatras, y estuvo a punto de ser mártir, de
no haber sido por el milagro que lo preservó de la muerte.