jueves, 14 de junio de 2018

CEMENTERIO DE MIRAFLORES

Antes de la construcción del cementerio de La Apacheta en 1833, los muertos se enterraban principalmente en el hoy desaparecido cementerio de Miraflores (construido en 1793), dónde actualmente sigue ubicándose dicho distrito de nuestra ciudad. Uno se pregunta ¿Qué sucedió con los restos de aquellas personas? ¿Seguirán algunos cuerpos bicentenarios enterrados debajo de las docenas de construcciones de hoy? Los antiguos contaban, entre ellos el bisabuelo, que siendo niños gastaban su tiempo jugando a las "escondidas", el juego más popular y espontáneo de aquellos años y que hoy casi si se ha olvidado entre los muchachos.

Niños y niñas, jóvenes y jovencitas y alguno que otro adulto aún lampiño se escondían por las esquinas de las plazas de barrio, detrás de los bancos, por los recovecos de las callejuelas mortecinas. Junto a las altas casas de sillar, quizás al amparo de un viejo árbol casi seco y esperaban agazapados a que el contador -que contaba a veces hasta cien- terminara su labor e iniciara su infatigable búsqueda de los compañeros escondidos.

Pues bien, el bisabuelo y su muchachada gustaban de jugar este juego; pero para darle algo de mayor sazón y picante -no precisamente el del rocoto- lo jugaban junto al cementerio citado. Lo jugaban también dentro del camposanto, a esas horas en la que la tarde agoniza y la noche envuelve con su sombra. Si ustedes creen que la actual iluminación eléctrica de Arequipa es deficiente en algunos lugares; póngase a pensar lo que era en el siglo XIX a base de velas y -que alimentaba por unos centavos el "velero"- en puertas y ventanas coloniales y uno que otro farol también a base de candela que muchas veces el viento apagaba, sobre todo en agosto.

En esos años el cementerio no se cerraba como se hace ahora, a eso de las seis, y menos había alguien que cuidara las tumbas de posibles delincuentes o sacrílegos; pues todos tenían un respeto profundo a los muertos y sus manifestaciones y, por supuesto, al viejo curita del barrio, que con látigo en mano, te quitaba la lisura a la hora de confesarle al oído  tus pecados y palomilladas; además esa parte de Arequipa había crecido tanto que había rodeado el camposanto y desde la ventana de las casas se pintaba el macabro lienzo de la ciudad de los muertos a tan solo unos metros.

Pero sin apartarnos del camino y de la historia del bisabuelo, él le contaba así mismo  a sus hijos y nietos que cuando alguien del juego se ocultaba en una fosa recién excavada, o movía algún nicho con el cajón rajado y se acostaba junto a un montón de huesos centenarios, entonces es que la cosa se ponía realmente fea para el que buscaba; pues de pronto, en medio de la penumbra de la Luna, oía la voz cavernosa de un alma en pena -en realidad se trataba de alguien del grupo que intentaba asustar al buscador y alejarlo del lugar apelando al miedo- y había que saber diferenciar entre los verdaderos muertos y los que se hacían pasar por estos.

Pero había ocasiones en dónde el juego se convertía en algo serio y uno palidecía ante lo que veía delante suyo; muy junto a una escultura rajada o una cruz torcida. Recuerda el bisabuelo haber recorrido la mitad del cementerio, haber oído el llamado -las campanas de la iglesia- a misa de difuntos y de pronto haberse percatado de la presencia de algunas luces ondulantes y danzarinas; sin duda ánimas en pena, no más altas que un duende de los más pequeños, que parecían hacer procesión a lo largo del corto sendero, esparcidas por delante y detrás, y algunas más lejanas; pero igual de atemorizantes, a los lados.

Cementerio de Miraflores en Arequipa, Perú.
No sabiendo por dónde huir, pues a cualquier lado la distancia era igual de lejana, echó la desesperada carrera por cualquier parte, gritando a todo pulmón por auxilio y hundiendo los agujerados zapatos de vez en vez en la fría tierra de muerto; mientras a trancadas quebraba infinidad de huesos que sonaban como ramas secas hechas añicos. Por supuesto con sus gritos motivó la huida de una veintena de muchachos igual de asustados que corrían despavoridos cada uno a su casa -con alguno que otro pacpaco -ave de mal agüero nocturna- volando por sobre sus cabezas, a contar una historia igual de macabra; aunque no hubieran sido testigos capitales de ésta.

Durante muchas semanas nadie del barrio se aventuró a repetir la aventura del juego dentro del viejo cementerio. Sólo algo más que acotar, siendo el antiguo camposanto de Miraflores un lugar dónde se enterraba a la gente a la usanza antigua, es decir bajo tierra y no en nichos como lo es hoy en La Apacheta, es dable encontrar una explicación a aquellas luces danzantes que el bisabuelo siempre juró eran producto del más allá (*), y que le trajo más de una noche de intranquilidad a nuestros parientes.

(*) Se trataba seguramente de los llamados fuegos fatuos que se mostraban principalmente en cementerios y otros lugares dónde se había sepultado una persona, animal o tesoro. Sucede que tanto las sustancias orgánicas como otras no necesariamente de esta índole, cuando han sido enterradas despiden ciertos gases -a veces tóxicos, conocidos también como antimonio- que al contacto con el oxigeno de la superficie de la tierra tienden a encenderse como llamas de una vela; pero aún más largas, lo que ligado a un lugar de ultratumba la gente tiende a pensar se trata de almas. Claro en el siglo XIX no había quién le explicara estas cosas al bisabuelo. (Por Pablo Nicoli Segura, La Arequipa del siglo XIX)